A medida que nos vamos haciendo mayores nuestra relación con la palabra ‘cáncer’ se va haciendo más frecuente. Nuestra vida queda marcada por compañeros que sufren o han sufrido alguna de sus muchas variantes. Algunos no la superan. Otros salen adelante, con más o menos secuelas. Yo sufrí uno relativamente importante hace mucho tiempo. Era de esos que unos cuantos años antes los médicos no sabían cómo tratar. Por suerte para mí, cuando lo sufrí ya habían descubierto cómo hacerle frente y salí bastante bien librado.
En mi entorno he tenido amigos a los que una hija pequeña enfermó por culpa de un cáncer en el cerebro y compañeros que nos han dejado por culpa de una variante de las que no perdonan. Todavía hoy. Todos esperamos que la investigación vaya derrotando a los cánceres con peor pronóstico actualmente. Muchos de nosotros tenemos compañeros que están en la fase de tratamientos de quimioterapia y radioterapia para vencer a los que les han diagnosticado.
La vida, nuestra vida, es así.
La película El Bus de la Vida refleja esta realidad. Entiendo que debe haber un cine para entretener al personal, para hacer reír o seguir las peripecias de detectives brillantes. Pero el cine que nos ofrece El Bus de Vida es necesario, imprescindible.
Estoy convencido de que si vais a ver reiréis y lloraréis mucho. Así la viví yo. Con un pañuelo en las manos y con prudencia para que mis carcajadas no fueran demasiado estruendosas. No os la cuento, claro. Id a verla. Sentados en vuestra butaca, pensaréis en aquel amigo, familiar o conocido que podría ser uno de sus personajes.
Por mi parte sólo queda agradecerle a Ibon Cormenzana que haya dirigido este ejercicio de humanidad en forma de película. A él, al coguionista Eduard Solà y a los actores y equipo profesional y técnico que lo han hecho posible. La vida real es la que viaja en su autobús. Aunque con demasiada frecuencia lo olvidemos y dediquemos nuestras energías a pelearnos por chorradas o a dar codazos a los que tenemos cerca para imponer nuestros caprichos.
