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Tambores de una guerra que ya está aquí

“La duda es cuándo empezará la próxima guerra y que hacemos de mientras, si nos preparamos para ayudar a disuadir a Rusia o si cerramos los ojos y fingimos que no pasa nada”. La primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, agitaba con estas palabras los tambores de guerra que retumban más frenéticamente cada día en Europa. Kallas ha sido puesta en búsqueda y captura por Putin por la destrucción de monumentos de homenaje a los soldados soviéticos que lucharon en la II Guerra Mundial. En realidad, una forma sutil de amenazar a un país que cuenta con una importante minoría rusa, un ejército simbólico de poco más de 6.000 soldados y que dedica anualmente 400 millones de dólares a apoyar a Ucrania en su guerra contra Putin.

Susana Alonso

Kallas se equivocaba en una cosa: la pregunta no es cuándo empezará la próxima guerra, sino cuándo subirá en intensidad, pues las acciones hostiles del régimen de Putin contra Europa empezaron mucho antes de la invasión masiva de Ucrania en el 2022. Una guerra a baja escala, con ataques informáticos y ciberespionaje que ya fueron denunciados por Estados Unidos y Gran Bretaña en 2018 y que tuvieron su momento álgido en 2016, con las injerencias en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en favor de Donald Trump y el referéndum sobre el Brexit.

El Kremlin también ha apoyado cualquier movimiento con capacidad para debilitar a la Unión Europea, y un buen ejemplo lo hemos vivido en Cataluña durante el ‘procés’, donde Rusia jugó un papel al que nadie parece querer prestar mucha atención, pero que preocupa, y mucho, en una Unión Europea que ya ha denunciado las campañas de desinformación masiva organizadas por Moscú en nuestro país. En el aire queda la pregunta sobre si los servicios secretos rusos tuvieron algún protagonismo en el cambio de opinión de Puigdemont cuando el 27 de octubre de 2017 declaró la independencia en lugar de convocar las elecciones pactadas con el Lehendakari, Íñigo Urkullu .

En esas fechas se detectaron en Catalunya agentes de la misma unidad del espionaje militar ruso (GRU) relacionada con el asesinato en Reino Unido del exespía Sergei Skripal. Este grupo también se vincula con acciones mucho más agresivas ocurridas pocos años antes.

El 16 de octubre de 2014 un almacén del ejército checo en Vrbetice estalló sin razón aparente provocando dos muertes. Pocas semanas después, el pasado 3 de diciembre, una nueva explosión destruía otro depósito de la misma base. El gobierno de Chequia señaló a Rusia y expulsó a 18 trabajadores acreditados de la embajada en Praga.

No es un caso aislado. La fiscalía de Bulgaria asegura tener pruebas de una posible participación de seis miembros del espionaje ruso en cuatro explosiones producidas entre 2011 y 2020 en depósitos de armas búlgaros. Rusia los habría hecho estallar para evitar que esta munición llegara a Ucrania o a Georgia.

En el interior del país, la hostilidad hacia Occidente es cada vez más manifiesta. Tras los atentados islamistas del mes de marzo en Moscú, la mayor parte de la ciudadanía acusó a Occidente, y muy especialmente a Gran Bretaña, de ser sus autores intelectuales.

En el calor de los ataques Svetlana, una periodista moscovita a la que la guerra ha convertido en ferviente seguidora de Putin, explica muy bien los sentimientos de la población: “la Unión Europea, Estados Unidos y los británicos participan en la guerra contra nosotros, y lo hacen directamente, enviando armas, mercenarios, cooperando con los servicios de inteligencia, planificando ataques contra nuestras ciudades y, ahora, con esto de Crocus, organizando actos terroristas. Rusia tiene derecho a responder a modo de espejo, encontrando a unos pocos inmigrantes musulmanes que por un poco dinero maten civiles y decapiten niños”.

La represión, creciente desde las votaciones presidenciales con las que el sátrapa del Kremlin se ha eternizado en el poder, hace el resto. El 19 de abril la policía registraba la casa de la periodista Ksenia Klochkova por el simple hecho de haber estado en contacto con Sergei Zajarov, corresponsal de la cadena rusa RBC, acusado de difundir noticias falsas por informar sobre la existencia de Luisa Rozova, supuesta hija ilegítima de Putin. Tras la prensa, las víctimas favoritas son los locales para homosexuales, contra quienes abundan redadas que acaban con el encarcelamiento de sus trabajadores. La cultura tampoco escapa de esa presión. Los cines, a instancias del gobierno, están dejando de proyectar películas occidentales, que se ven sustituidas por films de contenido patriótico con la excusa de la conmemoración, el pasado 9 de mayo, de la victoria de la URSS contra el nazismo.

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