La debilidad de Europa: economía, ejército e identidad

Entre los años 900 y 1900, Europa pasó de ser irrelevante a dominar el mundo e imponer sus lenguas, sus ideas y su modelo social. Semejante gesta fue posible principalmente por la organización militar, la entrega de sus combatientes y la cohesión de los países que la integraban. Sin embargo, la primera guerra mundial y especialmente la segunda mostraron al mundo una Europa débil y fracturada.

El papel de los Estados Unidos en la Primera y en la Segunda Guerra Mundial fue crucial para el resultado final de las dos guerras, ya que proporcionó a los aliados apoyo económico y militar, tropas norteamericanas bien equipadas y entregadas a la defensa de nuestra Europa. Además, la producción industrial de los Estados Unidos permitió a los Aliados mantener su esfuerzo bélico hasta la victoria final y establecer la democracia de la que hoy nos sentimos tan orgullosos, pero que sin Estados Unidos no existiría o tendría una forma social totalmente diferente.

Europa, desde la Segunda Guerra Mundial y hasta hoy, carece de cultura de defensa y, en consecuencia, es incapaz de responder a las actuales amenazas de Rusia, o la inestabilidad en Oriente Medio o a la presión del mundo islámico. Lamentablemente, seguimos sin reconocer nuestra debilidad y sin ser capaces de desarrollar un ejército potente que nos pueda defender de ataques externos. No podemos pensar en un futuro esperanzador sin antes alcanzar una imprescindible unión política, una industria potente que no deslocalice y un ejército único, moderno y capaz de defender nuestro complejo continente.

Desde hace mucho tiempo, el uso de la palabra “Europa” ha significado según el contexto y el momento histórico: la Unión Europea, los países del euro, la Alianza Atlántica y la cultura occidental. Pero ese uso tan flexible, impreciso y todavía débil, no puede generar una «Europa» más fuerte, más institucional y segura. Raro es el día que no observamos división, lentitud en la toma de decisiones, falta de cohesión social y enfrentamientos más propios de los patios de los colegios que de la tan proclamada “Unión Europea”.

Otra debilidad que tenemos en Europa, es la inoperante regla de la unanimidad, que, si bien pudo tener sentido hace décadas, hoy constituye una excentricidad innecesaria que nos debilita y hace lentos e ineficaces. Todo ello agravado por una inexistente política fiscal que con la inexistencia de políticas comunes de inmigración y de energía, hace inoperante la gobernabilidad europea.

Finalmente, ciertos partidos políticos utilizan nuestras crisis, los problemas de la globalización y los retos tecnológicos y climáticos para sacarse de la chistera un poderoso explosivo llamado “identidad” sin pararse a pensar que, aunque indiscutiblemente hay numerosas diferencias entre nuestros territorios, los que nos une es más importante, sólido y prometedor que todo lo que pueda separarnos. Al final la identidad ha sido y es enormemente tóxica, como lo atestiguan Irlanda del Norte, Israel/Palestina, la antigua Yugoslavia y tantos otros lugares.

Da la impresión de que todos aquellos que sabiamente nos alertaron de los peligros de la identidad y que propusieron un continente europeo que ponga en primera fila la cultura compartida, el dialogo, la tolerancia y el espíritu innovador que nos aporte calidad de vida, convivencia y el bien común, han sido olvidados.

Tendríamos que recordar a Stefan Zweig y Claudio Magris cuando argumentaban que la idea de nación puede ser peligrosa y divisiva. Ernest Renan argumentó que la nación no se basa en la raza, la religión o la lengua, sino en el deseo compartido de vivir juntos y de trabajar juntos en un proyecto común. El británico Benedict Anderson que argumentó que la nación es una construcción cultural e imaginaria, y que la identidad nacional es una ficción. Amartya Sen, el economista y filósofo hindú nos recuerda que la identidad nacional puede conducirnos a la exclusión y la intolerancia hacia los demás. El palestino Edward Said nos dice que la idea de nación se ha utilizado para justificar la opresión y la dominación política, y que la construcción de la identidad nacional a menudo implica la exclusión de los «otros», los diferentes. Mas recientemente Thomas Piketty nos ha hablado de “la trampa de la identidad”, poniendo el ejemplo catalán.

La cultura, los valores comunes, la dignidad, las comunidades pequeñas se han de respetar y cultivar de manera natural. Pero debemos estar prevenidos para que no se usen para ir contra “los otros”. Debemos luchar contra el supremacismo y el victimismo, especialmente cuando se erigen en defensores del populismo y soberanismo. El verdadero progreso significa tener proyectos compartidos que no dejen a nadie fuera del sistema ni de la comunidad. Progreso quiere decir crear industria y empresas locales con beneficios ecológicamente sostenibles para todos. No hay alternativa.

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