Diez mil besos por cada bomba

No sé si es mejor dormir arriba o abajo del edificio en caso de que tiren un misil, quizá lo mejor es dormir tranquilo y suficiente, declara Ígor, residente en Kiiv. «Cada año mueren miles de personas en accidentes de tráfico y no por eso la gente deja de conducir», concluye con una expresión que se mueve entre la resignación, el dolor y la tristeza.

El 24 de febrero de 2022 la vida dio un giro no sólo para los 43 millones de personas que vivían en Ucrania, sino también para todos sus seres queridos de todo el mundo. En Europa se vivió un sentimiento de solidaridad hacia los miles de personas que atravesaban la frontera a diario, un movimiento no tan recurrente cuando los refugiados provienen de otros continentes. Según datos de la ONU, al cumplirse un año del inicio de la invasión rusa de Ucrania –hecho que se suma a los anteriores ocho años de conflicto– la guerra se ha cobrado miles de vidas, ha provocado una gran destrucción, ha hecho migrar a casi 14 millones de personas entre desplazados internos y refugiados, dando pie a múltiples violaciones de los derechos humanos.

Después de pasar un mes en distintos lugares de Ucrania, la normalización de la anomalía por parte de sus habitantes me sigue zarandeando como el primer día. En parte porque he vivido el juego mental que supone oír una alarma antiaérea y no modificar la ruta –porque forma parte ya de la banda sonora de cada ciudad–, pero sí pensar que por no hacerlo podría ponerme en peligro. También porque esta normalidad aberrante es sinónimo de belleza en la destrucción.

«Es precioso poder apreciar cada pequeño acto de gentileza, por insignificante que sea, ya que saca el lado más humano de las personas en medio del desastre y te da esperanza para seguir», me comenta Andri después de la visita a un hospital de enfermos de cáncer que tuvo que cambiar su sede a raíz de la guerra. Vitali y su equipo evacuaron a tantos enfermos como pudieron de Kramatorsk, ya que las condiciones de los pacientes empeoraban a medida que pasaban los días por la falta de suministros.

Casi 30 días sobre el terreno y una cincuentena de personas e historias conocidas después de mi llegada, pienso que a veces nos empeñamos en retratar todas las bombas, los ataques de misil y los muertos, que evidentemente son hechos importantes, pero entonces olvidamos varias cosas. Nos olvidamos de que la guerra va más allá de las bombas, que la angustia y el sufrimiento traspasan fronteras. Aquí todo se intensifica, y las peleas del día a día se convierten en extraordinarias. Y en ocasiones los días se vuelven horas o los minutos, años. La manecilla del reloj deja de girar cuando alguien te mira fijamente a los ojos y ves cómo se le rompe en incontables trocitos el alma mientras te cuenta con el corazón en la mano lo que más dolor le causa. Hiere ferozmente la impotencia de no poder cambiar nunca sus destinos en modo alguno. Saber que nada puedes ofrecerles, para agradecerles haberte dejado entrar hasta el rincón más recóndito de su casa y, aún más valioso, de su intimidad. Saber que nunca los volverás a ver, pero nunca los olvidarás tampoco. Que lo mejor que puedes hacer es ser fiel a su historia, ser un buen altavoz, uno justo.

Lo más bonito de todo esto es la sensación inefable de satisfacción que te llena el pecho, te aprieta el alma de una forma maravillosa, cuando se abre una brecha de luz en medio de tanta oscuridad y se construyen puentes entre la destrucción. El amor que te impregna cuando, después de hablar con tanta gente, te das cuenta de que hay 10.000 besos por cada bomba.

A veces se me hace duro estar aquí, no porque no quiera, sino porque pienso en la repercusión que esto puede llegar a tener. Sé que, si ya me costaba vivir en una sociedad de apariencias, escaparates y enmascarados, ahora se me hará aún más duro. Sé que aquí la felicidad es explosiva, que viene como un looping trasero de una caída en picado frente a tanta destrucción.

Los veo a ellos, que me llaman valiente y me da un salto el corazón. A mí, que vengo, sufro y me vuelvo a mi burbuja. Valientes lo son ellos, que se quedan, por su patria, por sus mayores, por falta de salidas o por valores.

Me costará dejar su mundo atrás, sabiendo que ellos se quedan, que faltan tantos detalles por narrar. Detalles que olvidamos con el paso de los días, como si se tratara de una fórmula matemática: el paso del tiempo es inversamente proporcional a la importancia de los conflictos.

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