Talibanes, ni en Afganistán ni en Cataluña

Confundir Cataluña con la lengua catalana es un error garrafal y muy peligroso. En primer lugar, porque fijar el uso de un idioma con la identidad de un territorio está totalmente superado por la dinámica de la historia. Los canadienses que hablan inglés son ingleses? Los canadienses que hablan francés son franceses?

En segundo lugar, porque el idioma nunca puede ser una barrera para impedir el derecho de formar parte de una comunidad. En la India, por ejemplo, hay 22 lenguas oficiales reconocidas.

Jordi Pujol acertó cuando, en los 70, sentenció que “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”. En aquella época, se producía una fuerte oleada migratoria de personas procedentes de otros lugares de España (andaluces, extremeños, gallegos…) a Cataluña y se optó, de manera inteligente, por recibirlos con los brazos abiertos y con buena voluntad de acogida y de integración.

El resultado de esta actitud positiva es que muchos de los recién llegados mostraron interés por conocer la cultura catalana y aprendieron a hablar catalán. Yo conozco a muchísimos migrantes castellanohablantes, de primera y de segunda generación, que han hecho el esfuerzo autodidacta de hablar en catalán porque lo encuentran un gesto de consideración, empatía y cordialidad con el pueblo que los ha acogido.

Muchos de ellos lo hablan como saben, pero es la predisposición lo que cuenta. “Donde fueres, haz lo que vieres”, dice un refrán castellano. Es con este espíritu de respeto y de nobleza que, durante el franquismo y durante los primeros años de la transición democrática, muchos castellanohablantes –en su mayoría, gente sencilla y trabajadora- dieron el paso de aprender y hablar el catalán, sin ninguna necesidad de campañas de persuasión, ni de cursillos de normalización, ni de amenazas, ni de diplomas.

A mí, este “milagro” que se produjo antes de que existiera TV3 y la inmersión lingüística en las escuelas es el que me llama la atención y me interesa poner en valor. Cómo, de manera natural y sin ninguna obligación, una parte muy importante de los nuevos catalanes llegados del resto de España se interesaron y adoptaron voluntariamente la lengua catalana.

Precisamente, es cuando hemos colocado la lengua en el epicentro de la reivindicación nacionalista/independentista cuando se han hecho pasos atrás. Los castellanohablantes –sean españoles o latinoamericanos- perciben que se les quiere imponer no solo el aprendizaje obligatorio en la escuela, sino el uso del catalán en sus relaciones sociales y esto resulta, objetivamente, contraproducente para la expansión de la lengua catalana.

Que quede claro: yo soy totalmente partidario de enseñar el y en catalán en la escuela y de la existencia de los medios de comunicación públicos en catalán. Solo critico la estrategia que, desde la Generalitat, se ha utilizado en las últimas décadas para garantizar la pervivencia de nuestra lengua y ampliar su conocimiento a las personas que no la saben.

Por la vía de la imposición y de la represión solo conseguimos que la lengua catalana sea antipática y  despierte rechazo entre los castellanohablantes. Después vienen los llantos y los quejidos cuando las estadísticas reflejan el retroceso de su uso en Cataluña.

En este sentido, es pertinente recordar la fórmula que siguieron las nuevas autoridades borbónicas en el siglo XVIII para ir implantando el uso de la lengua castellana en Cataluña: “Que se consiga el efecto sin que se note el cuidado”. Algo parecido tendríamos que hacer los catalanohablantes con nuestra lengua: introducir su uso social de manera suave y amable, sin acritud ni prontos autoritarios, como, desgraciadamente, hacen algunos hiperventilados supremacistas.

Jordi Pujol, a pesar de su caída en desgracia por promover y ser cómplice de la corrupción de su familia y de su partido, continúa siendo un referente para una buena parte del movimiento nacionalista catalán. Lamentan lo que le ha ocurrido, pero lo continúan respetando, le escuchan y le hacen caso.

No es ningún secreto que un número muy importante de sus seguidores más acérrimos que tenía durante su larga presidencia de la Generalitat (1980-2003) constituyen la masa que da cuerpo al independentismo. Por lo tanto, su ascendencia política, aunque voluntariamente se haya retirado a los cuarteles de invierno, continúa siendo muy grande.

Por eso, lamento que en su senectud, Jordi Pujol haya abandonado el principio que “es catalán todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”. Ahora ha cambiado de opinión y ha dado el paso abismal de identificar el hecho de ser catalán con hablar la lengua catalana. Lo recoge el libro “La última conversación”, del japonés Ko Tazawa: “Nosotros, entre que tenemos una natalidad baja, tanta inmigración (…), estamos amenazados de quedar minorizados dentro de Cataluña”, afirma el ex-presidente, asumiendo el discurso típico y abominable de la ultraderecha.

Hay que decirlo y repetirlo: Cataluña somos todos, vengamos de donde vengamos y hablemos la lengua que hablemos. Lejos de los pronósticos catastrofistas, hay que tener fe y esperanza en el futuro de la lengua catalana. Si una parte considerable de la oleada migratoria castellanohablante de los años 60 y 70 la adoptó normalmente, por simpatía, no hay ningún motivo para pensar que aquel “milagro” no se vuelva a repetir, ahora que tenemos todo el viento a favor y las velas desplegadas.

Solo hay que acertar la estrategia por nuestra parte. En todo caso, la que ha aplicado hasta ahora la Generalitat es evidente que no ha funcionado. Los “talibanes”, ni en Afganistán ni en Cataluña ni en ninguna parte: solo traen represión, regresión y frustración. 

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