«Con nombres falsos vivieron, murieron y fueron enterrados»

Periodista. Empezó en la revista de barrio “Quatre cantons”, con José María Huertas Clavería. Informó de Barcelona en diferentes medios. Redactora fundadora del diario “Avui”. Fue corresponsal de la SER en Marruecos. Ha escrito una monografía sobre “Avui” y dos libros sorbe Barcelona. Ahora publica “La mina de la mort” (Editorial Gavarres).

 

¿Cómo era, en aquel 1944, la “Mina de la mort”?

La mina se llamaba “Clara”. Estaba en l’Espà, un barrio de Saldes, al pie del Pedraforca. Como otras de la época, más que una mina era lo que los mineros llaman “chamizo”, en la que se extraía carbón, mediante galerías, en unas condiciones de inseguridad extremas. Tanto que antes y después del accidente hubo otros con muertos. Los inspectores de minas, un cuerpo de Estado, habían conminado repetidas veces al dueño y al ingeniero de la mina para que mejorasen las condiciones de seguridad. La última de ellas, quince días antes de la explosión, que fue el día de Pascua del año 44. La pasaron por alto. Murieron 34 personas que todavía hoy, 78 años después, sigue siendo el accidente minero con más muertos de España.

¿Quién era el propietario de la mina “Clara”?

Un señor muy amigo del alcalde de Sabadell que, a su vez, era muy amigo de Franco, si es que tenía amigos. Él y el ingeniero salieron de rositas. Solamente estuvieron en la cárcel 55 días, por orden de Antonio Correa Veglison, entonces gobernador civil de Gerona. El juicio tardó cuatro años en celebrarse y, a pesar de que todos los informes decían que el accidente había sido consecuencia de la negligencia, los responsables no pagaron ni las autopsias de los cadáveres. Antonio María Simarro, abogado defensor de los encausados por la explosión, fue después alcalde de Barcelona.

¿Qué atmósfera social y política se respiraba cuando se produjo el accidente?

De los 34 muertos, todos, menos uno nacido en Cataluña, eran emigrantes. Sobre todo, de Almería. Esta, junto a Jaén, fueron las últimas provincias fieles a la República. En consecuencia, son también los que más palos reciben. En Almería es donde hay más maquis muertos, de toda España. Estas personas, que eran de cuencas mineras y, sobre todo, de un pueblo que se llama Serón. Un pueblo de la montaña, prospero, con una mina, que ahora se ha convertido en lugar turístico. 

¿O sea que no eran emigrantes al uso, de los que lo hacen fundamentalmente por razones económicas?

No huían de la miseria. Algunos de los que no se echaron al monte, tomaron la decisión de venirse a Cataluña, quizás con la idea de pasar a Francia. Pero como Europa estaba en guerra, optaron por quedarse en Saldes, donde había minas. Se apuntan con nombres falsos, porque allí “no se le pedía la filiación a nadie”, según cuenta uno de los testigos que he entrevistado. Se les daba trabajo y punto. Con nombre falso murieron en la mina, y con nombre falso fueron enterrados. Algunos de sus familiares no lo supieron en aquel momento, y otros nunca. Tanto es así que, en 1952, ocho años después del accidente, un juez de Berga todavía reclamaba encontrar a los familiares de los muertos. Las autoridades, en cualquier caso, sospechaban que aquellas personas “no eran trigo limpio”. Prueba de lo cual es que, cuando mueren, piden a las provincias de origen sus certificados de penales. Ya me dirás para qué quiere un muerto el certificado de penales.

¿Buscaban, entonces, un refugio, un lugar donde vivir, lejos de la represión franquista en sus pueblos?

En aquella Cataluña profundísima estuvieron con relativa tranquilidad. Vivían en casas de payeses, y hacían doble jornada: trabajaban en la mina y cuando llegaban a casa, a cambio de cama y comida, cuidaban los animales, ayudaban en las tareas del campo. Hablé con una señora que tuvo mineros en casa, una mujer encantadora y muy progresista, fallecida, que decía “los queríamos mucho y todos llevamos mucho duelo por ellos”. Gente de montaña, muy suya, cerrada, no tuvieron inconveniente, sino todo lo contrario, en acoger a los mineros. Eran hombres, jóvenes, solteros, que seguramente se planteaban la el trabajo en la mina como algo temporal.

¿Es decir, trabajadores clandestinos, “sin papeles”, que se diría ahora?

Cuando se produjo la explosión, el gobernador Correa Veligson, encargó a Agustín Zurita, amigo e inspector provincial del Movimiento, el seguimiento de los trabajos para sacar los escombros de la mina, que se había puesto de nuevo en funcionamiento. Este elaboró un informe en el que le pregunta al jefe “que hacer con los productores clandestinos”. O sea, que tenían claro que allí había gente que se había escapado de sus pueblos. No sé qué contestó el gobernador, pero Zurita propuso traer asturianos para ocuparse de los trabajos que habían dejado los muertos. Y llegaron asturianos: gente muy solidaria, con la que jugaban al futbol, según recuerdan en el pueblo.

¿Cambiaron algo las cosas después de la explosión?

Cuando el gobernador decide tomar cartas en el asunto y envía a Zurita a la mina, este explica las condiciones de los nuevos albergues que se había hecho para los mineros. Cuenta como las casuchas no tenían cristales en las ventanas, no había sábanas en los camastros, ni botiquín… No disponemos de tela, decían los patronos. Cosa que no era verdad, porque muy cerca se encontraban las grandes colonias textiles. O sea, después del accidente se seguía teniendo a los mineros como si fuesen animales. Todo lo cual está documentado. 

¿Y la prensa de la época que dijo?

La noticia apareció hasta en algunos diarios de fuera de Cataluña, pero claro, sometida a censura. En un primer momento, la prensa del Movimiento se hizo eco del asunto porque, de entrada, la Falange se implicó mucho. A Correa le echaron porque era demasiado populista para el gusto del régimen, hacía cosas raras… Cuando esto ocurre, los mineros pierden valedores. Dos días después del accidente, se celebró el entierro, al que acudió Correa. De ello, dan testimonio unas fotos estupendas, que se publican en la portada de La Vanguardia. Sin embargo, del juicio se da muy poca información, porque Simarro mandaba mucho. La “Soli”, que primero fue “Solidaridad Obrera”, y luego “Solidaridad Nacional”, informó del suceso, pero, a medida que fueron pasando los meses, y como tardaron tanto en hacer el juicio, se fueron olvidando del tema. Hasta la Falange habló de presentarse como acusación particular, pero al final no lo hizo.

¿Y la Iglesia?

En Gosul había un cura que denunciaba, castigaba con aceite de ricino, rapando a las mujeres… Sin embargo, al lado, había otro que hizo fotos de los cadáveres, los ataúdes… Y en Berga, un cura, muy avanzado para su época, hizo un dietario que ha tardado 40 años en publicarse. Tarancón, que era obispo de Solsona con jurisdicción sobre el Berguedá), con 38 años, fue castigado por una homilía contra la carestía del pan. 

Además de la tragedia en la mina “Clara”, impresionante por la cifra de muertos, seguramente los accidentes mineros eran el pan nuestro de cada día…

Cinco años después, celebrado ya el juicio por la explosión, un día de San Luis, 21 de junio, hubo otro accidente en la mina “Clara”, que se había reabierto, con cuatro o cinco muertos más. Pero, desde luego, que había muchos accidentes, En el año 62, en la mina “Pedraforca” de Saldes también murieron 15 obreros. Y en noviembre del 65, mientras Franco moría, en la mina “Consolación”, de Figols, de la misma cuenca minera, murieron una treintena de mineros y nadie les hizo ni gota de caso.

“La mina de la mort” nos lleva, por el camino más corto, a la memoria de hechos concretos ¿Consideras, en tal sentido que, en la memoria histórica oficial, se echa a faltar un trabajo de recuperación más puntual, de fondo, a pie de obra, para enseñar en las escuelas, como propone Jaume Fabre?

Esto pasa en la memoria histórica y en muchas otras cosas, Cataluña tenía un tejido asociativo muy importante, que en el año 39 sufre una gran catástrofe y que se va recuperando, poco a poco. Me refiero a los ateneos populares, los casinos, las asociaciones de vecinos… ¿Qué pasa cuando se instituye el primer ayuntamiento democrático de Barcelona? Se crean los centros cívicos, que acaban haciendo la competencia a las entidades. En principio, era una buena idea, pero con ellos acaban controlando el movimiento ciudadano. Si dejan a su aire las iniciativas ciudadanas, protestarán, criticarán, harán oposición. En cambio, si están dentro de los centros cívicos y les subvencionan, los tienen controlados. El poder siempre tiene la tentación de controlar las cosas. Respecto al libro, confieso que me sorprende el eco que está teniendo. Y el contexto está suscitando mucho más interés que el caso en sí.

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