Cataluña, el país de la corrupción

Tenemos un problema gordo. La Oficina Antifraude de Cataluña (OAC), que dirige Miguel Ángel Gimeno, acaba de hacer público el último barómetro de percepción de la corrupción que elabora desde el año 2010. Y los resultados de este trabajo, que se ha basado en una muestra de 1.858 encuestas telemáticas, son horrorosos y alarmantes.

Según refleja el informe “La corrupción en Cataluña: percepciones y actitudes ciudadanas”, el 80,2% de la población considera que existe corrupción en las altas esferas del poder político. Este dato supera en más de 13 puntos el resultado de la anterior encuesta, realizada en 2020. Además, el 64,9% de los encuestados consideran que los políticos catalanes son “poco” o “nada” honestos, en contraste con el 53% que constaba en el informe del 2020.

Obviamente, una cosa es la percepción que tienen los ciudadanos y otra la realidad objetiva. De mi trabajo periodístico de más de 45 años, muy focalizado en la investigación y la denuncia de la corrupción, creo que puedo afirmar que ni el 80,2% de las decisiones que toman los políticos están mediatizadas por intereses espurios ni el 64,9% de nuestra clase política es corrupta.

Ahora bien, también es una evidencia que los mecanismos de control son insuficientes y fallan a menudo. Por ejemplo, el 40% de los ayuntamientos catalanes no tienen un secretario titular y la falta de interventores y de tesoreros es un grave vacío a la hora de controlar el correcto funcionamiento de las corporaciones locales. La dejadez del Gobierno central, que es el encargado de proveer estos funcionarios, resulta inadmisible.

La administración de justicia tampoco es ninguna garantía en la lucha eficaz contra la corrupción. Los sumarios se eternizan, en buena medida por culpa de la gran movilidad de los jueces y del enorme trabajo que acumulan las oficinas judiciales. En este sentido, está muy arraigada la sensación de indefensión ante los abusos del poder, hecho que resulta muy desmoralizante.

Por eso, no es de extrañar que la encuesta de la OAC señale que el 60,4% cree que hay corrupción en el funcionamiento de la justicia. De ejemplo, solo un botón: en 2016, la Fiscalía Anticorrupción emprendió una operación contra la corrupción que afectaba a una docena de ayuntamientos catalanes (L’Ametlla de Mar, Cambrils, Tortosa, Vandellòs, Ascó, Torredembarra, Llinars, la Seu d’Urgell, Calonge…) que habían contratado los servicios de la consultora Efial, vinculada a la trama del 3% de Convergència.

Además, Efial estaba conectada con una organización radicada en Andorra que dirigía Jaume Sabater, ex-director general de Andbank y persona de la máxima confianza de Jordi Pujol. La Guardia Civil llegó a registrar sus despachos en Andorra, de los cuales se llevó un montón de documentación altamente sensible.

Desde hace más de seis años no hay noticia alguna de esta investigación, dirigida por el fiscal José Grinda. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué el caso Efial y su derivada andorrana ha quedado enterrado en la Audiencia Nacional? Son cuestiones como ésta las que alimentan la profunda desconfianza en la justicia.

Los medios de comunicación, que, tradicionalmente, han ejercido la función de contrapoder, son hoy más dependientes que nunca del poder político para intentar sobrevivir, en especial en Cataluña. Además, su capacidad de incidencia y de influencia ha quedado diluida, a causa de la “Babel” de Internet y el descrédito provocado por las “fake news.

Hoy, una editorial de El País o de La Vanguardia, que años atrás impartían doctrina, no tiene ningún tipo de trascendencia pública. En el mismo sentido, las denuncias periodísticas tienen en la actualidad muy poco recorrido y quedan rápidamente tapadas por la eficaz capacidad de persuasión de los gabinetes de comunicación y el uso malévolo del SLAPP, en el cual sobresale el magnate Jaume Roures.

A los políticos les resbala todo -salvo el resultado de las elecciones-y se sienten inmunes e impunes ante las críticas y las acusaciones que reciben. Saben que un titular de diario no los tumbará y que una demanda judicial tardará años en sustanciarse y por eso tienen acceso a contratar a los mejores abogados defensores. En este contexto, los escalofriantes datos de la encuesta de la OAC me indignan, pero no me sorprenden.

Con la llegada de Jordi Pujol al poder, en 1980, la corrupción política devino sistémica en Cataluña. La importó de Italia su primer secretario general de Presidencia, Lluís Prenafeta, y las prácticas mafiosas de la “tangentópoli” impregnaron, desde entonces, el funcionamiento de la Generalitat y de las instituciones catalanas.

¿Alguien se ha preguntado nunca por el origen de la fantástica finca que tiene Miquel Roca Junyent, uno de los intocables “padres de la patria”, en el Port de la Selva? Esta amoralidad está en la base de la perversión de la democracia en la cual vivimos instalados desde hace décadas y es esta la percepción implacable que tiene la opinión pública catalana, como refleja la encuesta de la OAC.

Está la gran corrupción y también la pequeña corrupción. Por ejemplo, nuestros honorables diputados del Parlament insisten en adjudicarse unas dietas ficticias y sin ningún comprobante –entre 16.975 y 23.895 euros anuales- que, además, están exentas de tributación del IRPF. 

El informe del OAC es una vergüenza que tiene que hacer sonrojar a toda la clase política catalana y a todos los catalanes, por permitirlo, sin dar un puñetazo a la mesa y acabar, de una vez por todas, con el legado corrupto que Jordi Pujol inoculó a Cataluña.

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