La Cataluña de los afectos

“Nací en Barcelona, pero me siento de muchos lugares, como Murcia, Almería, El Priorat, Alcaufar, Cabrera de Mar o Madrid. Uno es de donde están sus miedos, sus esperanzas, sus complicidades, su gente, su vida de mil maneras”. (Àngels Barceló)

Me ha parecido importante en este primer artículo de colaboración con el semanario catalán El Triangle contar algunas pinceladas sobre el “yo” del autor. Medio en broma o medio en serio, cada vez que inicio un diálogo por Facebook con alguien que no conozco, termino preguntándole: ¿A usted quién le paga? Es una forma de desnudarse, de poner las cartas boca arriba, sin ningún apriorístico. ¡Que conste! En sociedades con tantos intereses y tan complejas, reconozco que se pierde confianza. Y el diálogo y la conversación requieren de sinceridad y confianza. Desde muy joven interioricé que los periodistas debemos estar siempre a distancia del poder, de todos los poderes, incluido el de uno mismo. Es la distancia terapéutica necesaria para hacer nuestro trabajo con el mayor rigor posible, más allá de la bandera que portemos.

Un servidor pertenece a esa generación de españoles que experimentó el paso de la dictadura a la democracia en un contexto de fervores revolucionarios e idealismos sin límite. Y, quizás como consecuencia de haber vivido de cerca lo que fue al autoritarismo hispano, es mayor nuestro escepticismo y moderación. “Está bien creer, pero no mucho y sin molestar”, decía el maestro Julio Caro Baroja. Se puede decir de aquel grupo generacional, y creo no equivocarme, que somos en lo político gente tanto a derecha como a izquierda bastante razonable. Puestos a definirme, diría que me considero de izquierdas sin grandes fervores; eso sí, con voluntad democrática y espíritu de colaboración y ayuda, como simboliza el universo femenino. Lo que no soy es anti PP, anti PSOE o anti nacionalista: solo soy anti- crueldad venga de donde venga.

Mi historia de amor a Catalunya, si se le puede llamar así, empezó con mi primer viaje, con apenas dieciséis años, al monasterio de Monserrat. Un viaje que se me quedó grabado, pues fue mi primer contacto con la lengua catalana y con las gentes de Cataluña. Recuerdo que la dirección que llevaba apuntada señalaba Plaza de España y allí tenía que tomar un tren de cercanías que me trasladaría a las faldas de la montaña montserratina. Estando en la fila para sacar el billete descubrí que la gente hablaba en un idioma que no conocía; me paralizó el miedo, no entendía nada, y tampoco sabía si me comprenderían. Era la primera vez que oía hablar en catalán, y, a partir de ahí, se integraría de forma natural en mi acervo cultural.

En aquellos veranos que pasé en Montserrat, conocí la nova canço, el movimiento hippie, el rock y el hachís libanés, que traían los más contestatarios y anarquistas, opuestos a los comunistas del PSUC, con fama de ortodoxos. Aquella Catalunya libertaria y contracultural de la revista Ajoblanco tuvo una gran influencia en los jóvenes de mi  época.  Mis primeras inquietudes políticas también aparecerían por la explotación laboral; entonces no había días libres, ni sindicatos, ni nada que se le pareciera. Escuchamos, a lo lejos, ruido de fusilamientos; eran los últimos estertores del franquismo, pero no éramos conscientes de su gravedad.

Y, quién me iba a decir a mí, que casi veinte años después de Montserrat, volvería a Barcelona para hacer las prácticas como periodista en el diario El País, icono de la España democrática. Fue mi profesor Andreu Missé, el primero en animarme para ir a Barcelona, aunque la huella de Montserrat seguía presente en mi vida. Allí me encontré una redacción con una calidad profesional y humana que me deslumbró. El periodismo, entonces, se vivía con una ilusión infinita, y las redacciones eran lugares de encuentro y discusión. El maestro de periodistas, José Martí Gómez, diría que el periodismo murió cuando se cambiaron las botellas de whisky por las botellas de agua.

Sin embargo, para un curioso empedernido, como era mi caso, la calle se convirtió en el territorio natural. Las de Barcelona son todo un espectáculo humano que da mucho de sí. En aquellos años, la inmensa mayoría de los periodistas estaban instalados y aposentados en las redacciones. Barcelona, además, con sus aires de ciudad abierta y libre, capital del Mediterráneo, mezcla de razas y gentes, y políticamente progresista y liberal, tenía un encanto único. Tenía razón Josep Pla cuando decía que Barcelona servía para aguar los espíritus cerrados de la Cataluña del interior (y de la España profunda, añadiría). Esta urbe cosmopolita y europea desde siempre ha atraído a personas que buscan aires de libertad, tolerancia y oportunidades.

Cuando leí en 2011 el libro de Javier Pérez Andújar, Paseos con mi madre, nada me era ajeno. Su retrato de los arrabales de Barcelona, la emigración masiva del campo a la ciudad, esos barrios populares que fueron creándose sin apenas servicios junto a los polígonos industriales, las luchas obreras, los líderes vecinales: eran las historias de mis primos y amigos. Es normal que, con todas estas experiencias, tenga una relación emotiva que me liga a la cultura catalana y que mi universo afectivo se haya construido con políticos como Joan Reventós, por su estilo cordial y educado, la familia Gomis y Bofill, fundadores de la revista El Ciervo, un referente de fraternidad humana, periodistas ilustrados como Rafael Jorba, Lluís Foix, o Jaime Arias, por citar solo a algunos, así como sus editores y escritores, el último sería el filósofo Eugenio Trías.

Dejé Cataluña, pero seguí ligado a ella. Me convertí en su embajador y cualquiera osaba criticarla delante de mí. Todo lo justificaba, y trataba de hacerlo comprender, con una benevolencia cercana, a veces, a la santidad. Y al final, aprovechando los meses de la pandemia, y el malestar de fondo que el llamado Procés estaba creando, un grupo de personas constituimos desde diversos puntos de España la Asociación de Amigos de Catalunya, que recoge el enorme afecto y seducción que tiene Cataluña en miles de españoles, y de la cual soy su actual presidente. Y mi primer propósito y compromiso ha sido y es, el de aprender catalán, sin imposiciones ni multas.

Ahora, con el desencanto que me produce la situación actual, pero también desde la esperanza, espero decir lo que pienso, desde la comprensión y el afecto, pero también desde la distancia y la crítica. Es decir, esto va de política, claro que sí, pero desde el paisaje de los sentimientos que para mí representa Catalunya en mi universo identitario. Recuperar, por tanto, ese legado de afecto y civilidad, que en parte se ha perdido, es el sueño que a muchos nos mueve. En palabras de Luis Cernuda, que sirven también para Catalunya: “España como geografía hospitalaria y no como presencia obsesiva, capaz de envenenar hasta los sueños”.

 

Próximo artículo: El Federalismo catalán o el relato de la concordia

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