Nuevos paradigmas: el “citaprevianismo”

Hubo un tiempo, no muy lejano, en que un ciudadano podía acceder a los servicios de la Administración directamente, sin anunciarse. Bastaba con presentarse en cualquier oficina del Estado y sacar un tique para tener derecho a ser atendido personalmente por un funcionario. Nada podía hacer sospechar que, en la sombra, se estaba larvando una revolución que cambiaría nuestras vidas para siempre.

Esa revolución comenzó con el estallido de una Pandemia de la envergadura del Covid-19: Se decretó el estado de Alarma, se confinó a la población y se cerraron las oficinas de la Administración. El acceso libre y directo a los servicios del Estado fue sustituido por el sistema de Cita Previa. Paralelamente, la tramitación digital de los procedimientos se generalizó hasta hacerse casi imprescindible. El nuevo sistema ya no era ni directo ni igualitario: requería disponer de una conexión a Internet y saber navegar por este medio. Y si bien se habilitaron también teléfonos para proporcionar Citas Previas, no es menos cierto que miles de testimonios hablan de teléfonos que nunca atienden.

Nacieron así dos categorías de ciudadanos: por un lado, los que poseen cierto nivel económico y cultural, que les permite disponer de un ordenador con conexión y de conocimientos suficientes para navegar por la Red. Por otro, los sectores sociales más vulnerables: población anciana (de proporciones considerables, pues España es uno de los países más envejecidos del mundo), la cual desconoce casi por completo el universo digital y además suele tener mermadas sus capacidades intelectuales por la edad, lo que dificulta aún más su manejo de Internet. Y finalmente los más pobres, que no pueden permitirse pagar ni un ordenador ni una conexión. Huelga decir que a veces ambas categorías conviven en el mismo individuo.

Luego pasó lo que todos sabemos: dominada la Pandemia, lo que en principio fue una medida temporal y de urgencia, destinada a mantener viva la Administración en tiempos de confinamiento, se convirtió en permanente. Y la población aceptó pasivamente la nueva situación. Al escribir esto, el recuerdo del libro La teoría del shock, de Naomi Klein, resulta inevitable: Algunos nos quejamos, sí, pero la gente, deprimida en tiempos de shock (Covid, guerra de Ucrania, amenaza nuclear, cambio climático, inflación), simplemente se resignó: bastante tiene con sobrevivir y sobrevivirse.

La Pandemia, por tanto, fue el gran pretexto, el caballo de Troya necesario para aplicar esta “revolución” que podríamos llamar “Citaprevianismo” y que en realidad es una involución, pues contradice el espíritu de igualdad entre ciudadanos que inspira a nuestra Constitución. Lo que no deja de ser llamativo es que haya sido implementada, precisamente, por un Gobierno que se autoproclama de “izquierdas”.

Sí, sí: el mismo Gobierno que, mientras denuncia brechas de género con ardor feminista, implanta brechas digitales que excluyen a grandes masas de población. Y ya sabemos lo que les espera a los excluidos: pagar a un profesional (gestores, abogados) o mendigar la ayuda de conocidos, familiares o amigos. E incluso, en el peor de los casos, abandonar: renunciar a pedir una Ayuda, arriesgarse a no hacer la declaración de Renta. O sea, joderse (con perdón).

Otro efecto de este sistema es que permite a la Administración ahorrarse personal. Es obvio que, con la casi total digitalización de los trámites, donde antes se necesitaban diez funcionarios, ahora bastan dos, aunque sea a costa, como ya hemos dicho, de dejar fuera a amplios sectores sociales. Pero el efecto menos conocido (pero más perverso) es que con la Cita Previa se puede modular la cantidad de personas que conviene atender por día. Antes de la Pandemia, accedían a una oficina los ciudadanos que accedían, sin más límite que la hora de cierre. Hoy, es el propio Estado quien, mediante un sistema informático, decide cuántas personas va a atender, cuántas citas previas va a ofertar diariamente, en función de sus intereses o necesidades. Es decir, adapta la demanda a la oferta y no al revés.

Esto, lógicamente, le viene de perlas a una Administración con una plantilla envejecida e insuficiente, a causa de una política deliberada y constante (aplicada desde hace tiempo por gobiernos de todo signo político) de no reponer todos los funcionarios que se jubilan: una especie de ERE encubierto y silencioso, que discretamente permite ir pagando cada vez menos nóminas, aunque con ello el servicio al ciudadano se deteriore más y más.

Lo mejor de todo es que, encima, nos lo venderán como un avance, como una “modernización”, con lo cual yo pasaré, inevitablemente, a ser un reaccionario carcamal. ¡Viva la Revolución!

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