«Todo lo que hacemos en nuestra vida tiene connotaciones políticas»

Entrevista a Bernardo Fernández

En el contexto catalán, el titular de tu narración (El gran disparate) no engaña. ¿Se asocia a la deriva independentista, al procés?

Sería una pedantería decir que El grande disparate es una novela histórica, que tendría más rigor y solidez. Pero el trasfondo de la novela es absolutamente real, verídico, cierto. Está basada en los hechos que se generaron en Barcelona a partir de la sentencia a los líderes del procés, el otoño de 2019. Todos recordamos de lo que pasó aquellos días: cortes de carreteras, ocupación del aeropuerto, fuegos en la plaza Urquinaona y en vía Laietana, etc. A partir de aquí, el libro explica dos historias. La de un grupo de amigos, que se llaman La Peña y almuerzan los sábados en un bar. Al principio hablaban de fútbol, hacían la primitiva… y, como es lógico, también discutían de política. Cosa que hace que salgan los que están de un lado y los del otro. Hay debates, y cada cual explica su punto de vista. La otra historia, superpuesta, está protagonizada por los dos líderes de esta peña. Uno de un lado y otro del otro. Tienen hijos y, casualidades de la vida, se enamoran y deciden irse a vivir juntos.

¿Por qué sitúas la narración no en la cúspide, digamos, del proceso independentista, sino bastante después?

Me pareció que lo que pasó el 1-O, los tristes días 6 y 7 de septiembre de 2017 en el Parlament, aquello del día 20 ante la Consejería de Economía…, era muy lamentable, patético. Estaba todo muy convulsionado. Por eso, el escenario de la novela se sitúa en 2019, con la sentencia del procés. Tenía bastante material archivado de lo que habían publicado los medios, y es por eso que la narración es rigurosamente cierta.

¿Qué pasa a La Peña y en la pareja de protagonistas de El grande disparate en estos momentos?

En este plan, intento reivindicar la política en la vida cotidiana. No soporto aquello de que todos los políticos son iguales, que lo que pasa es culpa de ellos… No se trata de  que la gente milite en una organización o que estemos 24 horas pensante en política, pero sí que todo lo que hacemos en nuestra vida tiene connotaciones políticas, desde el colegio donde llevamos los niños, hasta lo que cuesta la cesta de la compra. Cuando cobramos el sueldo o la pensión lo hacemos desde un criterio político. La política está en nuestras vidas.

¿Cómo se explica, en este sentido, la negación de los partidos políticos por parte de la ANC, cosa que históricamente ha sido muy propia de los fascismos?

Lo que dice la ANC no deja de ser un brindis al sol. No tiene ningún recorrido, aunque sea por una cuestión de praxis civil. Nos tendríamos que preguntar quién está detrás de la ANC. ¿Quién lo está subvencionando muy generosamente? Los partidos políticos. Lo que dice la ANC es un contrasentido, que si llegara a concretarse en algo le supondría un cierre del grifo de las ayudas, cosa que no se puede permitir. Presionan así porque tienen que vender su producto. Por principio, no estoy ni a favor ni en contra de la independencia, aunque si que me opongo a los líderes independentistas, que saben que la independencia no es viable, pero se aprovechan. Ninguno de ellos se ha referido nunca al día después de la independencia. ¿Con qué apoyos, con qué moneda, donde venderemos nuestros productos, como se pagarán las pensiones? El tráfico comercial entre Cataluña y el resto de España está alrededor de los 25.000 millones de euros anuales. Una cosa que representa muchos puestos de trabajo. De esto no se habla.

¿Tu novela profundiza en la fisura social que produjo el proceso independentista, con consecuencias muy dramáticas para muchas personas, en su ámbito más personal, íntimo?

Cataluña ha sido de siempre tierra de acogida. A Cataluña le ha ido razonablemente bien cuando ha habido cohesión social. No somos ricos, no disponemos de materias primas… Nuestro valor añadido viene en gran medida de la obstinación colectiva, de aquello que en algún momento denominamos “un solo pueblo”, una cosa que, desgraciadamente, se ha demostrado que no era tan cierta. En mi matrimonio, en mi familia más próxima, no hemos sufrido rupturas derivadas del procés, pero lo que sí que he vivido y sufrido en carne propia ha sido la pérdida de amistades. Personas con las cuales charlábamos, nos veíamos, salíamos a cenar, veíamos el fútbol juntos… Estas relaciones, en algunos casos, han dejado de existir y en otros han quedado congeladas, por las dos partes. Es un hecho la quiebra de la cohesión social en Cataluña, y creo que tardará más de una generación a volverse a restituir.

¿En consecuencia, la gran asignatura pendiente en Cataluña es, más que acomodar las cosas con España, la reconciliación interna, con todo lo que esto comporta?

En lo que se ha denominando “conflicto catalán” aparecen, al menos, dos grandes niveles. El derivado de la ensambladura de Cataluña en España, que no es una cosa privativa, sino que se extiende al conjunto de los territorios, y el interior, el que se deriva de su propia realidad, mucho más diversa de lo que nos han querido hacer ver los nacionalistas. España sufría un conflicto territorial no resuelto desde el siglo XIX. Cosa que, mediante el Estado de las autonomías, está en vías de solución. Requiere ajustes, por supuesto. Es un clamor que no haya un nuevo sistema de financiación. Todo esto es cierto. El sistema autonómico español tiene valores superiores incluso al del federalismo alemán. Pero en Cataluña tenemos un problema muy grave de cohesión social. Si no se hubieran producido las oleadas de emigración, Cataluña no tendría hoy más de tres millones de habitantes.

O sea, reconocer, asumir que Cataluña es diversa, plural…

Lo que tenemos que admitir es que Cataluña es mestiza o no será. Una cosa que algunos no quieren. Me gustó mucho la intervención de los Estopa, el día que les dieron la Cruz de Sant Jordi. Supieron decir con cuatro palabras lo que a muchos nos cuesta expresar con largas disquisiciones. En 2017, El País hizo una serie de reportajes en diferentes lugares de Cataluña. Uno o dos en L’Hospitalet, donde la gente, lógicamente, decía que se sentía española. hizo otro en Manresa, que se me quedó muy grabado porque un señor mayor decía que en Manresa ya eran independientes, porque allá el Estado no contaba. Me vinieron ganas de llamarle para preguntarle quién le pagaba la pensión. ¿Y el dinero que llega al ayuntamiento cada mes? Recuerdo que, cuando estaba en el Parlament, había una obsesión por parte de Convergència, Esquerra y una parte de nuestro grupo para que el dinero que enviaba el Gobierno central a los ayuntamientos fueran gestionados por la Generalitat. De ninguna forma, para que hasta el día de hoy, gobierne quién gobierne, de España llega puntualmente el dinero a los ayuntamientos.

¿En cualquier caso, como recordaba Lluís Rabell en un artículo reciente, el proceso no es ajeno, sino todo lo contrario, a fenómenos como el Brexit o al trumpismo?

En Cataluña siempre ha habido un sector que ha aspirado a la independencia, del nacionalismo hiperventilado hasta el independentismo más talibán. Esto no cuesta encontrarlo en lo que decía Pujol en los 60. Lo que ha pasado es que, en plena efervescencia de recuperación de la democracia, Esquerra Republicana sacaba uno o dos diputados: Heribert Barrera, uno más y para de contar. Aprovechando esta raíz de malestar social, que se genera con las crisis, esta gente empezó a coger aire. Sin perder de vista, está claro, el desastre que se hizo con el Estatuto de Autonomía, la fuga hacia delante de Artur Mas, cuando le pidió a Rajoy una modificación fiscal, en línea con el concierto vasco. Si comparamos todo esto con el Brexit, por ejemplo, vemos que aparecen muchas similitudes. Y lo del trumpismo, igual, con aquello de “Primero América”.

¿En el fondo de la cuestión catalana, no hay pendiente una autocrítica, un aggionarmento para bajar del burro del complejo de superioridad que campa por todas partes, desde hace mucho tiempo, en Cataluña?

Esto se lleva en el ADN. En este sentido, yo me considero orteganiano. Pero el supremacismo es una cosa religiosa, profunda, que se lleva metida en el estómago. Cosa que no está reñida con el interés, sino a la inversa. A algunos, bastantes, les ha ido muy bien considerarse superiores, sobre todo cuando lo han podido traducir en dinero a toca teja.

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