En ninguno de los dos extremos

Nunca he sido una persona de banderas. Confieso, eso sí, que hace ya doce años, compré una española y la enarbolé eufórico cuando se ganó el mundial de fútbol con aquel inolvidable gol de Iniesta. Después de ese día la guardé en un cajón. Durante muchos años colgué la senyera en mi balcón todos los once de septiembre, pero dejé de hacerlo hace tanto tiempo que ya ni me acuerdo. Así pues, puedo concluir que mi vida ha evolucionado con muchos sentimientos, con emociones, con frustraciones diversas, pero lejos de ese patriotismo que algunos y algunas llevan en la sangre de manera tan pasional que traspasa líneas peligrosas, cercanas a la paranoia y al respeto entre las personas. De hecho, en los últimos años, he percibido las banderas como algo que separa, que excluye, que impide el natural razonamiento. Es como si dijéramos una telaraña que impide el movimiento, en definitiva, el pensamiento.

Por eso no asistí a la manifestación del domingo dieciocho de septiembre en Barcelona en defensa del 25% del uso del castellano en las aulas catalanas (tampoco lo hizo el padre del niño de la escuela de Canet. ¿Por qué será?) Por eso y porque nunca me verán al lado de Abascal; pero es que tampoco me verán al lado de los que, bajo supuestos de una lógica aplastante, esconden otros intereses. Porque, no nos engañemos, gran parte de los convocantes de esa concentración son abiertamente catalanófobos. Entre banderas y mentiras, quieren hacernos creer que la persecución del castellano en Cataluña es de tal calibre que ya solo falta que nos empujen hasta el paredón a los que lo hablamos. Y entre los asistentes, pues había una mezcla de antisocialistas acérrimos y de gente de buena fe que pide más presencia del castellano en la escuela.

Pero es que, en el otro extremo, aquellos que defienden con fervor el catalán, también son claramente hispanófobos y, aunque con la boca pequeña aceptan que al finalizar la escolarización obligatoria todo el alumnado domine las dos lenguas oficiales de Cataluña, en el fondo, desearían que el castellano desapareciera del todo, no solo de las aulas, sino de la sociedad en su conjunto.

En alguno de mis artículos ya he plasmado mi opinión sobre lo que representan los fanatismos y esos dos sectores, esos dos extremos, por mucho que quieran vendernos el producto de un buenismo centrado, solo quieren arrastrarnos hacia un sectarismo en el que, consecuentemente, no caben todos. Quizás la buena noticia es que tanto unos como otros, a pesar de organizar autocares desde diversos puntos de la geografía (catalana o española) no logran aglutinar a la mayoría de la sociedad catalana. Los tríos Gamarra-Arrimadas-Abascal y Terribas-Plana-Sabater solo movilizan a los suyos y el resto de ciudadanos, la mayoría afortunadamente, deseamos los consensos, y estos pasan por acuerdos que ya se están empezando a vislumbrar.

Es verdad que nos encontramos en unos momentos difíciles en los que el procés languidece, muere poco a poco y se impone el pragmatismo. Por eso mismo hay que ser muy cautos y trabajar desde la cautela. Sectores independentistas aceptan ya que el castellano sea lengua de aprendizaje, es decir, vehicular, y la nueva ley, si no surgen impedimentos, contemplará que los centros escolares adapten sus proyectos educativos a la realidad sociolingüística de donde se encuentren. En definitiva, un vuelco después de cuarenta años de inmersión que, si bien ha cumplido unos objetivos, debe ser revisada sin ningún tipo de duda.

Así pues, las cuotas deben desaparecer por el bien de la enseñanza, del respeto, de la pedagogía y de las relaciones entre las personas. Está claro que el modelo vasco de separación de alumnos por lengua de aprendizaje no es el más adecuado en Cataluña. Estoy de acuerdo en que el catalán sea la lengua más importante en la escuela porque es la que está más en minoría, es decir, en peligro. Nunca antes se había dado tanta importancia al catalán en el entorno escolar; no obstante, desciende vertiginosa y preocupantemente su uso. Por eso hay que potenciarla, pero no maltratando la de la mayoría de los ciudadanos catalanes, el castellano. Estirando la cuerda de un lado y de otro conseguiremos que se rompa y cimentaremos aún más esa fractura social que niegan los impulsores de las leyes de desconexión y de la independencia unilateral.

Percibo un hartazgo en la sociedad catalana frente a tanta manipulación; pero un hartazgo positivo, en el que empiezan a construirse puentes. Todavía es pronto para la euforia; no obstante, el fracaso de esas muestras de odio es un principio esperanzador. Lo iremos viendo.

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