No cavemos trincheras: ¡acabemos con las trincheras!

La mesa de diálogo entre el Gobierno español y el Gobierno de la Generalitat empieza a dar sus frutos. ¡Y mira que, desde ámbitos independentistas ajenos a ERC, se ha llegado a hacer mofa y escarnio de este formato de reuniones bilaterales que permite abordar y encarrilar las cuestiones que hay pendientes de solución entre las dos instituciones!

El inicio del curso escolar en Cataluña ha sido suave, después de la tormenta provocada, antes del verano, por la sentencia del TSJC que imponía la obligatoriedad del 25% de las clases en español. La cordura de los jueces, de los gobernantes -de aquí y de allá- y de los profesores ha hecho que la guerra lingüística no haya ido a más.

Cada escuela es un mundo y se tiene que saber gestionar con inteligencia, teniendo en cuenta las características específicas del alumnado, de forma que en todo el sistema educativo se logre el objetivo final: el conocimiento de ambas lenguas, además del inglés. Con mano izquierda, empatía y buena voluntad se pueden conciliar posiciones que, de entrada, podrían parecer contradictorias e irreconciliables.

Tensar la comunidad educativa –y, de manera muy especial- a los niñ@s con un conflicto lingüístico que, llevado al límite, es una bomba social, es una irresponsabilidad inadmisible. Esta es una cuestión potencialmente muy sensible que corresponde a los políticos, con actitud de entendimiento, diálogo y negociación, solucionar.

Convertir las escuelas en trincheras y en un factor de división del alumnado en función de su origen lingüístico es uno de los disparates más colosales que se podrían producir en Cataluña. Por eso, me alegro del fracaso de la manifestación convocada por el colectivo Escuela de todos –eran 2.800 y dijeron que eran 200.000-, del mismo modo que me alegro que la Diada de la confrontación reuniera a 150.000 personas (¡dijeron que eran 700.000!).

Al final, la inteligencia colectiva –invisible, pero muy presente- es lo que todavía puede salvar a Cataluña. Hemos vivido diez años demenciales con el proceso independentista –dopado con ingentes cantidades de recursos públicos- y la sociedad catalana silenciosa ha conseguido resistir y superar este delirium, que nos habría llevado a un cataclismo económico, político y social.

También en relación directa con la mesa de diálogo, el Gobierno español ha enviado una carta a la presidencia del Parlamento europeo donde solicita formalmente que el catalán, el euskera y el gallego sean adoptadas como lenguas de uso en los plenarios de la Eurocámara. Con el compromiso añadido que los gastos operativos y de traducción que comportaría la implementación de esta medida irán a cargo de los presupuestos españoles.

El hecho que Pedro Sánchez ocupe la presidencia rotatoria de la Unión Europea durante el segundo semestre del año próximo, a buen seguro que consolidará este compromiso, que ya hace años que se arrastra. No es hora todavía de lanzar las campanas al vuelo, pero parece que esta vez va en serio y que los eurodiputados catalanes, si quieren, podrán expresarse en esta lengua en el hemiciclo de la Eurocámara.

Es obvio que este avance histórico en Bruselas choca con la patética situación de las lenguas cooficiales en las instituciones españolas, donde su uso genera todavía una incomprensible animadversión en determinados estamentos. Haría falta, de entrada, que el catalán, el valenciano, el euskera y el gallego pudieran emplearse con normalidad en el Senado, que está destinado a convertirse, por decantación histórica, en la Cámara de representación territorial. Todo llega.

Yo paso, por razones personales, largas estancias en Francia y soy usuario de su magnífica red ferroviaria. En un país considerado tan centralista, me sorprende gratamente que los trenes regionales luzcan los signos identificativos de cada territorio. Es como si los trenes de Cercanías y regionales de Renfe en Cataluña llevaran unas enormes señeras cuatribarradas en la decoración exterior de los vagones.

Esto es así porque, gracias a las leyes de descentralización francesas, las competencias del transporte de proximidad han sido transferidas a los Consejos Regionales. Estas instituciones, con mucho menos poder que la Generalitat, son las que regulan los trayectos y las frecuencias de los trenes. Para implementarlo, han firmado un acuerdo de colaboración con la SNCF –la Renfe francesa-, que pone los convoyes y el personal.

Desgraciadamente, en Cataluña, el servicio ferroviario también se ha convertido en una trinchera entre el Gobierno central (Adif y Renfe) y la Generalitat (FGC), de la que solo salimos perjudicados los usuarios. ¿Tan difícil sería implementar aquí el modelo francés? De hecho, ya existe sobre el papel, pero la rivalidad entre las administraciones y los políticos que las representan se ha convertido en endémica.

Resulta perverso y profundamente enfermizo que los políticos nacionalistas se alegren cuando hay una avería en Cercanías. Y viceversa, que los políticos de partidos de ámbito español se alegren cuando FGC tiene problemas (un accidente, un desprendimiento en las vías…).

La guerra de los trenes es otro ejemplo de la absurdidad permanente en la cual estamos instalados en Cataluña y que solo tiene una solución práctica: la mesa de diálogo que, contra todas las adversidades y a pesar del escepticismo de JxCat, mantienen de pie los presidentes Pedro Sánchez i Pere Aragonès.

El restablecimiento de la confianza mutua entre el Gobierno español y la Generalitat nos beneficia a todos los catalanes. Esta es la única certeza que tenemos. Queda todavía mucho trabajo por hacer y animo a los interlocutores a perseverar y a profundizar en la concreción de acuerdos.

Durante muchos años, el nacionalismo catalán reclamó con insistencia un instrumento de relación bilateral con el Gobierno español que reconociera nuestra especificidad. Ya lo tenemos. ¡Aprovechémoslo! Es de miopes no hacerlo.

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