Entre las tetas y el pañuelo

Este mes de agosto se ha desatado una cierta polémica veraniega –que, como casi todas las de su estilo, tiene no poco de serpiente de verano– en torno a la campaña de la Generalitat de Catalunya promoviendo la práctica del topless en playas y piscinas, como símbolo de liberación y de empoderamiento femenino. Y, como no podía ser menos, rápidamente se ha contestado a esta campaña, desde diversos sectores, recriminando a la Gene que se las quiera dar de progre con el tema de las tetas y tetillas piscineras mientras se ignora olímpicamente el de las mujeres musulmanas obligadas por sus familias o por su religión a llevar el pañuelo islámico en cualquiera de sus variantes, incluida la más moderna –y que ya ha empezado a verse desde hace un tiempo en muchas piscinas catalanas– del burkini, ese adefesio surrealista que parece sacado de alguna imaginativa película de Monty Python.

Y estando en estas, hace pocos días –estando yo en el aeropuerto de París-Charles de Gaulle, a punto de regresar de mis vacaciones–, tuve una visión esperanzadora.

Esperaban su vuelo dos mujeres, aparentemente madre e hija. La mayor llevaba ropas holgadas y de manga larga, y se cubría el cabello con un discreto pañuelo. No se tapaba con chador, nikab ni burka, pero iba ataviada según los estándares de la mujer musulmana de clase media, residente en Occidente o país occidentalizado, y de familia no especialmente fundamentalista ni fanatizada.

Junto a ella, la más joven (perdonadme la machirulada: un auténtico monumento), vestía unos leggings ajustadísimos que no dejaban casi nada a la imaginación, junto a un también muy ajustado top de tirantes (o sea, sin mangas) que le dejaba alegremente a la vista el ombligo, las axilas, parte del bien moldeado vientre y toda la riñonada. El pelo, creo, lo llevaba recogido en un moño, supongo que por el calor que hacía aún estos días.

Y ante la visión de la joven hurí y de su recatada y discreta madre, me dio por pensar que quizá precisamente en eso (evidentemente, entre otras muchas cosas) consistía la modernidad, el progreso y la tan cacareada sociedad abierta contra la que claman imanes de todas las religiones –como, entre otros, el ahora tan conocido filósofo ruso Aleksander Duguin, que parece gustar por igual a procesistas y voxeros–: en que las mujeres, los hombres, y en general toda la fauna humana, podamos decidir libremente (es decir, con una presión social reducida al mínimo, y la estatal a lo imprescindiblemente conveniente) si queremos salir a la calle enseñando las tetas, el ombligo, o disfrazados de lagarterana. O (aprovechando que por Valladolid pasa el Pisuerga) que nuestros churumbeles puedan utilizar indistintamente el catalán o el castellano en el cole. Y, también, en que los imanes de todas las religiones puedan predicar lo que mejor se les antoje –siempre que no incurran con ello en delitos de odio u otras figuras penalmente tipificadas, como amenazas, calumnias o enaltecimiento del terrorismo–, y que nosotros, y vosotras, y todos, seamos libres de escucharles o no para ver qué es lo que dicen, o de dejarlos pegados de recuerdo en la nevera.

No sé cómo lo veis.

(Visited 144 times, 1 visits today)
Facebook
Twitter
WhatsApp

HOY DESTACAMOS

Deja un comentario