Del independentismo al matonismo

Cataluña ha caído en un pozo sin fondo. Para los anales de nuestra desafortunada historia quedará la Diada del 11 de septiembre del 2022, cuando el presidente de la Generalitat, el independentista Pere Aragonès, renunció a participar en la manifestación convocada por la Asamblea Nacional Catalana (ANC), por miedo a ser abucheado y maltratado.

El Muy Honorable José Montilla ya sufrió una situación humillante, en 2010, cuando un grupo de manifestantes hiperventilados se abalanzó contra la comitiva presidencial y tuvo que irse por motivos de seguridad. Pero, ya se sabe, el ex-alcalde de Cornellà era un “charnego” -un “ñordo” que dicen ahora-, un “sociata despreciable”, “indigno” de ser presidente de la Generalitat.

Pero Pere Aragonès es un independentista “pata negra”, formado en la JERC y con un largo historial de disciplina y servicio al partido fundado por Francesc Macià, el “padre de la patria”. Por eso, es muy gordo que tema por su seguridad si va a la manifestación convocada por la ANC, una entidad que, desde sus inicios -y lo conozco de primera mano- fue promovida y alimentada por ERC.

Una cosa son las habituales trifulcas en Twitter, donde –a menudo amparándose en el anonimato- proliferan los “haters” estelados, que se dedican a insultar a diestro y siniestro contra todos aquellos que no comulgan con su particular cosmovisión. Pero una cosa mucho más grave es que el presidente de la Generalitat no pueda ir a una manifestación independentista porque considera, con una alta probabilidad, que puede salir trasquilado.

El movimiento secesionista, que aspiraba a ser transversal y mayoritario, ha quedado secuestrado por un grupo de exaltados que, por otro lado, no paran de enaltecer a la ex-presidenta del Parlament, Laura Borràs, como nueva “profeta” que los tiene que guiar al paraíso prometido. Laura Borràs, pillada en una investigación de los Mossos d’Esquadra en un escandaloso caso de corrupción, se ha envuelto en la estelada para intentar rehuir sus responsabilidades penales y ha encontrado, en el grupo de hiperventilados irreductibles, a los “hooligans” que, en nombre de la independencia, se lo perdonan todo.

Estos días se especula con la creación de un cuarto partido independentista –además de ERC, JxCat y la CUP- que se estructuraría alrededor de la ANC, con la incorporación de una futura escisión de JxCat liderada por Laura Borràs y de todos aquellos que, como Lluís Llach, Ramón Cotarelo o Albano Dante-Fachín, han hecho del 1-O el “momento fundacional de la República catalana independiente”. Este hipotético partido ayudaría a clarificar el guirigay con el cual se ha convertido la antigua Convergència, pero, a la vez, dispersaría todavía más el voto independentista, debilitando electoralmente este movimiento, en beneficio del PSC de Salvador Illa.

La actual presidenta de la ANC, Dolors Feliu, es una ex-militante de CDC y, además, ocupa un alto cargo en la Generalitat. Desde esta doble condición, y más allá del “postureo” que hace estos días de cara a la galería, es una quimera que el proyecto del “cuarto partido” acabe cuajando. Además, el próximo juicio a Laura Borràs desnudará, de cara a la opinión pública, su inmoral actuación como directora de la Institución de las Letras Catalanas (ILC) y la condenará al ostracismo político.

Yo vengo de las grandes manifestaciones de la Diada de los años 1976 y 1977. Allá estábamos todos, sin reproches ni partidismos, con un anhelo común: conseguir las libertades democráticas, el restablecimiento de la Generalitat y del Estatuto de Autonomía y la amnistía de los presos políticos. Lo conseguimos.

Cataluña necesita victorias para reafirmar y espolear nuestra autoestima colectiva. El retorno triunfal del presidente Josep Tarradellas en Barcelona y el éxito colectivo de los Juegos Olímpicos del 1992 fueron las últimas que celebramos.

La aventura secesionista iniciada en 2012 ha acabado en un inmenso fracaso. Esto ya se veía a venir desde el minuto 0 y parece mentira que una parte importante de esta sociedad –adulta y europea- se haya dejado engatusar por unos vendedores de humo que, eso sí, tuvieron la habilidad de comprar y de apoderarse del discurso mediático dominante.

Algunos han pagado esta enorme “boutade” con una estancia de tres años en la cárcel. Otros, que se creyeron aquello “de las calles serán siempre nuestras” –una copia de “la calle es mía”, que dijo Manuel Fraga cuando era ministro del Interior-, se han visto en el incómodo trance de tener que dar explicaciones ante la justicia.

Ahora solo quedan los amargados que se niegan a aceptar la evidencia de los gravísimos errores cometidos y que reaccionan como unos “matones” contra todos aquellos que cuestionan sus dogmas equivocados. Su última “proeza” es asustar al presidente Pere Aragonès y forzarlo a ausentarse de la manifestación de este 11-S.

Esta es la última y penosa fase del independentismo: el matonismo, como expresión de la impotencia por no poder dominar una sociedad y un país que no aceptan en su rica diversidad y pluralidad. Tendremos una ilustrativa muestra de ello durante la ofrenda floral que, esta próxima Diada, harán los representantes de instituciones, partidos y entidades ante el monumento a Rafael de Casanova. A la mayoría les espera un chaparrón de improperios y pitidos.

Independentistas acusando a otros independentistas de “botiflers” y de “traidores”. Independentistas “puros” gritando contra independentistas “impuros”. Algún día esto tenía que llegar y ya ha llegado.

Cataluña necesita urnas para acabar, de una vez por todas, con este espectáculo abracadabrante y estéril. Las elecciones municipales del año próximo pueden ser el momento refundacional que comience una nueva página en nuestra historia. No son las elecciones que corresponden, pero hay precedentes –como los del 1931 y 1979- en los cuales los comicios locales han servido para impulsar un cambio de paradigma político. Es urgente e inaplazable.

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