La disolución de Barcelona

El otro día contemplé una imagen insólita: alguien había dejado una cisterna de water rota al pie de una papelera. Difícil penetrar en la psique de un individuo que pretende que un barrendero -cuya obligación consiste, como su nombre indica, en barrer, y si acaso recoger la bolsa de plástico colocada en el interior de las papeleras-, se lleve tal artefacto. Pero la escena me pareció ilustrativa de lo que hoy es Barcelona. Desgraciadamente, este tipo de imágenes no es infrecuente en la ciudad. Como decía aquel famoso personaje de Blade Runner (magníficamente interpretado por el actor Rutger Hauer), “yo he visto cosas que vosotros no creeríais”: bolsas de basuras empotradas en las papeleras; bolsas de basuras  tiradas directamente al pie del contenedor; contenedores rebosantes de bolsas que se pudren al sol y se extienden, como una metástasis, por la acera; calles regadas de latas vacías, incluso aunque haya papeleras cerca; los cuadrados de tierra que circundan los árboles urbanos, convertidos en ceniceros.

Pero aún hay más. A estas imágenes de suciedad física cabe añadir otras, de profunda suciedad moral. Imágenes que reflejan un ambiente hostil, de mala leche generalizada, de “yo primero y a los demás que les zurzan”: Conductores que desprecian olímpicamente la preferencia de paso de los peatones en los pasos de cebra; dueños de perros que permiten que su animal alfombre las calles de mierda; personas que viajan en transporte público y no cederían su asiento ni a su propia madre; personas que literalmente asaltan los ascensores del metro, sin ceder el paso a los carritos con bebés  y que le espetan a la madre: “yo estaba primero”. Aspereza en el trato personal. Gente que nunca pide permiso para nada, y perdón, aún menos.

Como habrán podido comprobar, la disolución de la que hablo no es un fenómeno químico. Hablo de disolución moral, y cuando digo “moral” no me refiero a la religión ni a grandes códigos guardados en inaccesibles bibliotecas. Me refiero a la destrucción -paulatina pero constante- de ciertas normas elementales de convivencia, que consisten básicamente en el respeto al otro y al espacio público, y sin las cuales ningún tipo de sociedad es viable.

En su magnífico ensayo “La España Vacía” (Turner ediciones, 2016), que popularizó esta expresión en todo el país, el escritor y periodista Sergio del Molino recordaba la distinción que hacían los romanos entre urbs y civitas: “Para nosotros, ciudad y urbe son sinónimos. Hemos perdido el matiz con el que los romanos diferenciaban ambos términos: la “civitas” eran las personas que vivían en una “urbs”, palabra que designaba el conjunto de edificios, calles, fuentes y cloacas”.

Retomando esta categorización latina, podríamos decir que actualmente Barcelona es una espléndida urbs, con sus edificios gaudinianos, su Casco Antiguo y su Paseo de Gracia; pero una antipática y sucia civitas, donde imperan el cabreo permanente y la mala educación. Además de unos precios desorbitados: la imposibilidad de adquirir o alquilar una vivienda a un coste asequible está impidiendo realizar un proyecto personal de vida -independizarse, vivir en pareja, criar unos hijos-, lo cual obliga a miles de ciudadanos a convertirse  en peterpanes que deben vivir a los cuarenta como si fueran becarios Erasmus (compartiendo piso y nevera) o, directamente, a marchar de la ciudad, en busca de lugares económicamente más habitables.

De hecho, existe una prueba empírica de que la Diáspora ya ha comenzado: según un artículo publicado el pasado 7 de julio en La Vanguardia, las estadísticas municipales señalan que 133.327 personas han abandonado Barcelona en el último año. No se había dado un flujo de  salida tan grande desde principios del siglo XX. Y si bien es verdad que en el mismo período otras 117.300 se instalaron en la ciudad, ello no consigue compensar ni las fugas ni el saldo natural negativo (más muertes que nacimientos), que en 2021 fue de 4.065 personas. Entre una cosa y otra, Barcelona perdió el 1,2% de su población. Pero sobre todo, me interesa resaltar un dato: “los que hacen las maletas y marchan fuera de Barcelona”  -afirma David Guerrero, autor del artículo- “son principalmente adultos jóvenes de entre 25 y 44 años -una parte importante de ellos con niños pequeños- que buscan piso o casa, de compra o alquiler, en el entorno metropolitano más inmediato y en las grandes ciudades del Vallès”.

Sucia, maleducada y cara. El gran sueño de 1992, de aquella Barcelona Olímpica que asombró al mundo, hace tiempo que llegó a su fin. Como dice el Evangelio, “el que tenga oídos, que oiga”.

Huyan.

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1 comentario en «La disolución de Barcelona»

  1. Aquella Barcelona Olímpica fue el origen de la gentrificación y la turistización que ha convertido a la nuestra en una urbe cada vez más inhabitable. Eduardo Mendoza, en «Sin Noticias de Gurb», dejó testimonio de la traumática cirugía estética que convirtió a aquella ciudad sucia, industrial, charnega y profundamente humana de Vázquez Montalbán o de Paco Candel en el engendro pijo y postmoderno de «Lo mejor que le puede pasar a un cruasán».
    Algunos ya no podemos vivir nuestra querida Barcelona más que en nuestros recuerdos.

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