El XX convenio de SEAT. Precedentes “científicos” (2/3)

Para conservar el monopolio del poder en la empresa, era peligroso dejar al resultado de la negociación colectiva, la cantidad de producto a fabricar, los salarios y las condiciones de trabajo. Por eso idearon limitaciones “científicas” que pudiesen calificarse de “indiscutibles”.

Lo más urgente, era limitar la fortaleza profesional de los trabajadores, para hacerla inocua al funcionamiento de la producción. La fórmula magistral la encontró Frederick W. Taylor (1856-1915) con su principio de “el cerebro en la oficina y el brazo en el taller”. Lo que respondía a la preocupación de los empresarios de la época. Uno lo expresó con claridad, cuando se quejaba, “siempre que pido dos brazos, vienen con un cerebro”.

Así la “oficina” tenía que planificar, concretar y controlar lo que debía de producirse, cómo, dónde, cuándo y cuánto. Los obreros han de realizar las labores siguiendo las órdenes recibidas, sin necesidad de pensar. Se parcelaron y desmenuzaron las tareas. Se destruyó el nexo psico-físico del trabajo profesional, que vincula al trabajador con el producto que elabora. La oficina técnica, con el sobre coste aparejado, fue absorbiendo los saberes de los trabajadores y sirvió, principalmente, para el control del trabajo y de los trabajadores.

Con los sistemas de simplificación del trabajo, cálculo de tiempos, valoración de puestos de trabajo y asignación de primas e incentivos, se tiende a individualizar, a estimular la ambición personal y a destruir los vínculos de solidaridad. Se convierte al trabajador en un autómata, que ha de adaptarse al puesto de trabajo, que ha sido prediseñado, precisamente, prescindiendo de sus conocimientos y aptitudes, para que pueda ser ocupado por cualquiera, con una ínfima formación relativa.

El trabajador, en el mejor de los casos, pasa a ser un simple apéndice del sistema, hasta que se automatice su labor y pueda ser desarrollada por una máquina, sin su intervención o con una intervención subordinada, accesoria e intercambiable.

Por ejemplo, un cazador sale al campo con los instrumentos adecuados y caza. El producto final de su trabajo, la liebre, es útil por sí mismo y lo puede intercambiar por dinero u otros bienes.

Cuando interviene la división “científica” del trabajo, desaparece el cazador. Un peón lleva los cartuchos, otro la escopeta, un tercero carga el arma, el cuarto dispara y un quinto recoge la presa, para que el dueño de la escopeta y los cartuchos se quede con la liebre y les page, a los peones, una cantidad inferior de la que obtiene con su venta. El trabajo de cada peón ya no es útil por sí mismo. Están atrapados. Dependen del amo de la escopeta, que puede contratar a un técnico para que controle peones y proceso.

Las pérdidas por la dejación o limitación de la inteligencia humana, en el proceso productivo, es incalculable. Ahora la pretenden sustituir por la “inteligencia artificial” de los algoritmos, programados a su gusto y manera, sin intervención de los sindicatos ni de la sociedad pues, dicen, pertenece al ámbito científico y de la propiedad privada.

La alienación profesional se incrementó cuando, con el fordismo, se introdujo la cadena de montaje. El desmenuzamiento del trabajo en mínimas operaciones mecánicas llegó a extremos inauditos. Consiguieron que la capacidad reflexiva y consciente, del trabajador en el trabajo, se redujese hasta límites inhumanos. El sistema se perfeccionó para maximizar el rendimiento inmediato del utillaje y de la mano de obra. No importaban los riesgos físicos y mentales que repercuten en el trabajador que los soporta.

El sindicalismo respondió con contundencia. El congreso fundacional de la CNT (1910), trató la “necesidad de establecer escuelas en los sindicatos obreros”. Se usaría como método “la divulgación racional de los conocimientos científicos y la aplicación de la enseñanza técnico-profesional”. Se recomendaba la recaudación de cuotas especiales “para hacer posible la creación de escuelas, gracias al propio esfuerzo de la clase trabajadora organizada”. 

El congreso de Sants (1918), de la CNT catalana, aprobó los estatutos de los nuevos sindicatos únicos, que en su artículo 3º planteaba: “Será cuestión primordial de este sindicato establecer escuelas racionalistas para la más integral emancipación del proletariado”

El congreso confederal de La Comedia (Madrid, 1919) continuó insistiendo sobre el tema: “sería conveniente que aquellos sindicatos que cuenten con fuerzas y medios, fueran inmediatamente a la implantación de dichas escuelas”. Vieron la necesidad de crear un comité pro enseñanza, agregado al Comité Nacional, una Normal que surtiera de profesorado a las escuelas sindicales e implantar una cuota obligatoria en los sindicatos.

El ateneo racionalista, Escuela Luz, del Congreso de Sants (1918) enunciaba: “Se trataba, pues, de construir una ciudadanía hecha de obreros y obreras, con cualificación para trabajar que, además, pudiesen desarrollar conocimientos críticos a nivel científico, artístico, cultural y social.” En la actualidad eso está puesto, en un mural conmemorativo, en el parque de la antigua fábrica textil de la España Industrial.

 

La humanización del trabajo

Acabada la segunda guerra mundial, la fuerza de los trabajadores organizados en sindicatos y el miedo a los bolcheviques, atemperaron las ansias por conseguir la descualificación de los trabajadores, impedir la confraternización que proporciona el centro de trabajo y disimularon la evanescencia del que se queda con la plusvalía.

El trabajo debía de generar un ingreso salarial suficiente, seguridad en el lugar de trabajo y protección social para las familias. Perspectivas de desarrollo personal y estatus social. Libertad para expresar las propias opiniones, participación en la organización y en las decisiones que afectan al trabajo y a la vida del trabajador. Igualdad de oportunidades y trato para todas las mujeres y hombres. Un entorno donde el trabajador pudiese hallar satisfacción en aquello que hace, que ha de ser útil para las personas y para la sociedad.

En el último tercio del siglo XX se observó que la descualificación profesional de los trabajadores era tan disimulada como progresiva. Les arrebataban el protagonismo laboral que se hacía recaer en el puesto de trabajo, diseñado prescindiendo absolutamente de ellos. Crecía la fatiga, el descontento, el aburrimiento y el aumento del control mediante jefes de equipo y vigilantes.

Ese despotismo, se contradecía con la mayor formación y capacidad intelectual de las personas, resultado de la universalización de la enseñanza, la formación profesional y el incipiente acceso a la Universidad.

Por la presión sindical, pero también el interés empresarial de seguir reduciendo costes y obtener mayores rendimientos, se realizaron numerosos estudios relacionados con el trabajo desmenuzado. Se descubrió que la falta de satisfacción por y en el trabajo y el temor al capataz, aumentaba la tensión y el absentismo del trabajador y disminuía su rendimiento.

La escuela de negocios de Harvard y su director Elton Mayo, propugnaron armonizar la jerarquía con el liderazgo. En realidad, buscaban la forma de integrar a los trabajadores en la empresa, elevar la moral de grupo y desarrollar el espíritu de cuerpo. Que los trabajadores se sintiesen partícipes en una misma comunidad de intereses. Sostenían que las disposiciones de la empresa deberían ser democráticas o, por lo menos, informadas y facilitar alguna forma de participación, de los representantes de los trabajadores, en las decisiones de la empresa. Pero en ningún caso se podía poner en cuestión el régimen económico, la propiedad, la decisión unilateral, ni el contenido del trabajo, que siguió avanzando en su sentido más demoledor y cretinizante. Neutralizar la acción sindical donde la hubiere o retardar su aparición.

La alternativa socio-técnica, propugnaba transformar el ciclo productivo para mejorar las relaciones laborales. Surgió después de detallados análisis de costes, beneficios y pérdidas. Observaron que, con gran frecuencia, el absentismo, los abandonos o peticiones de traslados frecuentes y el descenso en la cantidad y calidad en el trabajo, solían ser expresiones de problemas latentes, entre los que la precariedad y la inseguridad en el empleo tenían gran importancia.

Se introdujeron, en el proceso de trabajo, formas de rotación de tareas, alargamiento, ampliación y enriquecimiento, islas de trabajo que se pretendían corresponsables y que podían actuar con cierta autonomía.

Algunos sindicalistas participamos de buena fe en esa alternativa. Pero no fue bien recibido, en aquellos tiempos, por la generalidad de trabajadores. Tenían que asumir más responsabilidades, en algo que no era suyo, por el mismo precio. Menos gracia les hizo a los mandos intermedios, temerosos de perder atribuciones y prebendas.

Hubo algunas prácticas muy interesantes. También en lo relacionado con la seguridad y la salud en el trabajo, que avanzó notablemente. Destacan los intentos que se iniciaron en Noruega con la democracia industrial y en Yugoslavia con la autogestión.

 

A donde hemos llegado.

Con la caída del muro de Berlín y la confluencia de personajes como Thatcher, Reagan y Wojtyła, el panorama empezó a cambiar.

El globalismo, la libre circulación de personas, productos, finanzas y servicios, puede colapsar, al mantenerse las fronteras. Aunque el sistema económico, necesitado de continua expansión, está catatónico y cerca del encefalograma plano, no tenemos con qué reemplazarlo.

Solo los capitales circulan por la fibra óptica a la velocidad de la luz, guiados por unos gestores, cuyas pantallas electrónicas les dicen dónde ganar más dinero, para enriquecer más, siempre a los mismos. Si hay que prescindir de varios miles de trabajadores, se prescinde. Los que gestionan los fondos privados, los de inversión popular y los de pensiones, nada saben de las personas que trabajan, ni de sus familias, ni de su hipoteca.

Han surgido sindicatos de empresa. Su misión es que permanezca, hacerla más productiva, obtener más carga de trabajo, que no se deslocalice y que se incrementen los beneficios para que, los que deciden si se la llevan a otro país o no, opten por quedarse y mantengan el empleo, aunque sea menos, más precario y de peor calidad. Con subvenciones y trato especial de las administraciones públicas.

Desde finales del siglo XX, la evolución de los sistemas de contratación laboral, ha seguido pautas muy similares en todo el mundo. Especialmente en países desarrollados como Japón, Alemania, Italia, Estados Unidos o España, a pesar de las grandes diferencias culturales, históricas, psico-laborales y sociales existentes entre ellos.

La anterior contratación laboral, fija e indefinida habitual, pasó a ser temporal y precaria. Ya han conseguido que los trabajadores sean perfectamente intercambiables, porque solo han de hacer lo que se les diga, donde los pongan. La autorización para la creación y funcionamiento de empresas prestamistas de trabajadores, ha proliferado. En España, con el actual gobierno, ha mejorado la temporalidad práctica.

Con el método organizacional del “justo a tiempo”, se facilita la contratación de empresas auxiliares. Aprovisionan, fabrican subconjuntos y aportan trabajadores que entran en el centro de trabajo, de producción o comercialización final, sin vinculación de carácter laboral con la empresa principal, que la sustituye por la mercantil del grupo. Se rompe o impide la antigua solidaridad que proporcionaba el centro de trabajo.

Producir para usar y tirar, con obsolescencia programada, facilita que las fábricas sean relativamente sencillas de montar, con amortización rápida y facilidad de abandono en cuanto surja una ocasión mejor, en cualquier parte del mundo. El costo de la innovación está incluido en el precio del producto, es decir, el consumidor de hoy paga por la invención e instalación que se va a crear y vender en el futuro.

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