Jordi Pujol no es un corrupto: él es la corrupción

Jordi Pujol, en su entrevista con Josep Cuní, afirmó que aquello que más le duele es que lo tilden de corrupto, porque él no lo es y, además, la Fiscalía no le ha formulado ninguna acusación en este sentido. En sus tiempos de Banca Catalana y de presidente de Convergència, Jordi Pujol no llevaba nunca dinero encima, como símbolo de máxima austeridad, y todos los gastos -desde un sencillo café a una comida y hasta la gasolina del coche- los tenían que pagar sus acompañantes.

Jordi Pujol tiene razón: él no es corrupto, pero es que él es la encarnación de la corrupción. Cuando el presidente Josep Tarradellas volvió del exilio y consiguió el restablecimiento de la Generalitat, impuso un modelo de nueva administración a la francesa, racional y basado en la honestidad, el rigor y el rendimiento de cuentas.

En cambio, cuando en 1980 , Jordi Pujol llegó al Palau de la Generalitat, la primera cosa que hizo fue nombrar a Lluís Prenafeta, un amigo de su mujer, Marta Ferrusola, como secretario general de Presidencia y hombre clave del Gobierno. Aquí plantó la semilla de la corrupción que, con el paso de los años, y ante la impunidad de la justicia y la omertà cómplice de los medios de comunicación catalanes, acabaría haciendo metástasis y envenenando la institución democrática de autogobierno de Cataluña.

Valga una anécdota para ejemplificar esta espiral viciosa, iniciada por Jordi Pujol y que ha acabado hundiendo a Cataluña en el descrédito y la desmoralización: en 1980, poco después de ganadas las elecciones, uno de los “sicarios” de Convergència, Carles Vilarrubí, se presentó en el Parlament y exigió que el proveedor del papel de WC fuera en adelante, sin concurso público ni otros formalismos administrativos, una determinada empresa y no otra.

Carles Vilarrubí es uno de los paradigmas del régimen corrupto que Jordi Pujol instauró en Cataluña y su vida merecería una biografía, tal como la que Jordi Amat ha dedicado a Alfons Quintà (El hijo del chófer). De ser el chófer de Jordi Pujol en las primeras campañas electorales, Carles Vilarrubí se ha convertido en el marido-consorte de la mujer más rica de Cataluña, Sol Daurella, la presidenta del imperio Coca Cola en una parte de Europa, África y Australia.

Entre sus hitos de su paso por la Generalitat está la puesta en marcha de Catalunya Ràdio y la adjudicación, en 1986, como director del EAJA, de las loterías de la Generalitat a la empresa Luditec SA, participada por Casinos de Cataluña SA y una misteriosa sociedad radicada en el paraíso fiscal de las islas del Canal. A esta compañía también estaban vinculadas dos personas muy próximas al entonces rey Juan Carlos I, su amigo Zourab Tchokotua y el hombre de sus negocios privados, Manuel Prado y Colón de Carvajal.

Las loterías de la Generalitat son una muestra fehaciente de la cloaca insalubre que, durante décadas, unió el palacio de la Zarzuela con el palacio de la plaza de Sant Jaume. Pero esta alianza saltó por los aires en 2012, con la imputación y posterior condena de Oriol Pujol, el heredero de la dinastía pujolista.

La adjudicación por Carles Vilarrubí de las loterías de la Generalitat a la empresa Luditec SA tuvo una segunda parte. El año 1989, quien era el director financiero de Casinos de Cataluña SA, Jaume Sentís, denunció en los juzgados la trama de pagos en efectivo que se hacían desde esta empresa a Convergència Democrática (CDC) y a sus medios de comunicación afines (La Vanguardia, El Correo Catalán, Avui y Cadena 13).

No hay que ser demasiado listo para inferir que los 3.000 millones de pesetas que salieron de Casinos de Cataluña SA para pagar al partido pujolista y a su grupo mediático eran la recompensa pactada a cambio de la adjudicación del negocio de las loterías de la Generalitat. En cualquier país europeo, el escándalo del caso Casinos habría provocado la caída del Gobierno de turno. En Cataluña se tapó, la justicia lo archivó y este nauseabundo hedor ha llegado hasta nuestros días.

Sería muy largo de enumerar aquí todos los casos de corrupción que se han producido en la Generalitat y en las administraciones de Cataluña desde el año 1980 hasta hoy. La lista es interminable y da asco. Costaría encontrar en el conjunto de la Unión Europea un territorio -llamadle estado, región o nación- donde se hayan acumulado tantísimas denuncias de estafas, robos y malversación del dinero público como en  Cataluña.

Esta, desgraciadamente, es la “marca Pujol”, que ha quedado impresa a fuego en la piel de este viejo país y que costará Dios y ayuda de extirpar. En su entrevista con Josep Cuní, el ex-presidente de la Generalitat afirmó que “el país está triste, hay confusión y políticamente no acabamos de funcionar”.

No, Cataluña no está triste. Cataluña está profundamente indignada, dolida y humillada porque, poco después de salir de la terrible dictadura franquista, se dejó engatusar por la palabrería de un vendedor de alfombras que, a la hora de la verdad, convirtió esta sociedad en una cueva de ladrones y de oportunistas sin escrúpulos que robaron y exprimieron hasta la última gota la riqueza del país, destruyendo de paso nuestros recursos naturales.

Hemos pasado los últimos diez años haciendo catarsis. Para sus ideólogos –otra cosa es la gente que se lo creyó de buena fe-, el proceso independentista fue una maniobra para preservar, a la desesperada, el régimen corrupto pujolista. Fracasaron. Quiero creer que, ahora sí, Cataluña tiene la oportunidad de empezar una nueva etapa, guiada por una exigencia colectiva de respeto sagrado por el dinero público y de honestidad de los políticos que nos representan y que lo administran.

La prueba del nueve para saber si, definitivamente, hemos enterrado el pujolismo y todo aquello de nefasto que significó es el próximo juicio a la presidenta del Parlament, Laura Borràs. De hecho, desde el momento que se fije la apertura de la vista oral tendríamos que ser capaces –si ella no lo hace antes- de exigirle y conseguir que dimita del cargo.

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