Tiempo de impunidad

Corría el año 2008. Se vivía una de las peores crisis económicas que hemos sufrido recientemente y aún recuerdo mi estupor al comprobar que en televisión se producía un auténtico boom de programas donde los más ricos abrían las puertas de sus mansiones, donde se mostraban sin pudor los más suntuosos resorts, con su mundo de playas, piscinas y lujo excesivo. ¿Cómo era posible -me preguntaba- que en el punto álgido de una crisis que estaba devastando el país se pudiera restregar así la vida regalada de unos pocos? Una pregunta que inmediatamente conducía a otra más trascendente: ¿Por qué una población castigada soportaba aquello? Tal vez en tiempos de penuria algunos necesitasen contemplar el lujo ajeno para evadirse de su estado. Pero, ¿acaso no debía de haber multitudes que lo sintieran como una afrenta?

Encontré una clave -quizás- en el ensayo “Matar a la madre patria” (Tecnos, 2021), un valioso análisis de los procesos de independencia iberoamericanos escrito por Miguel Saralegui. En su página 22 se puede leer: “la historia de las independencias latinoamericanas confirma un viejo principio revolucionario: los más perjudicados de una sociedad, aquellos para quienes más justificado estaría destruir de modo despreocupado la sociedad, tienen bastante deprimidos los instintos de rebelión”.

Quizás estemos ahora en ese punto. Tras la crisis de 2008 vino la Pandemia de 2020 y su corolario en forma de crisis económica. Y cuando se iniciaba una lenta recuperación, Rusia invade Ucrania y nos devuelve abruptamente a la casilla de salida, sumiéndonos de nuevo en un estado de ánimo colectivo ya muy castigado por el coronavirus. Una mezcla de resignación y fatalismo, cuando no de talante directamente apocalíptico, ahora con el fantasma de una guerra nuclear incluido. Un clima social en cuya creación, por cierto, ha sido determinante la labor de los medios de comunicación, tal como el dibujante El Roto refleja en una de sus viñetas: “Quien domina los medios, domina los miedos”.

Digo que seguramente estamos en ese punto depresivo por la falta de respuesta social ante dichos y hechos lamentables, algo que sería impensable en una sociedad civil fuerte y segura de sí misma. Sólo dos ejemplos. El Destino es caprichoso, juguetón, le gusta jugar a las simetrías: el 5 de mayo de 1818 nacía Karl Marx en la ciudad alemana de Tréveris. Pues bien, exactamente 204 años más tarde (el 7 de mayo de 2022), Isabel Díaz Ayuso afirmaba con desparpajo que “en Madrid no hay clases sociales como nos intenta vender la izquierda”. La dirigente madrileña tal vez pretendiera celebrar el aniversario del teórico alemán aboliendo su pensamiento, pero a quien abolía, de hecho, era a la realidad misma. Pero, aun siendo grave negar la existencia de clases -algo tan evidente como que el sol sale por la mañana o que la Tierra es redonda-, lo peor era el momento. Porque sus palabras caían justo en plena crisis, cuando más evidentes y sangrantes son las diferencias sociales. Es decir, un verdadero insulto para quienes más sufren esas desigualdades. Pero tranquilos: minutos después, y en el mismo discurso, proclamaba que “en una terraza de la Comunidad de Madrid no nos importa la clase social de la persona con la que te tomas algo”. Ayuso no da para más.

Lo anterior no pasa de anécdota chusca, pero lo siguiente ya es más serio. En el mismo contexto de crisis galopante, un ex jefe de Estado (Juan Carlos I) vuelve a España después de dos años de ausencia. Es un defraudador fiscal probado, que hubo de regularizar su situación ante Hacienda y que ha recibido un trato más que benevolente, del que ni usted ni yo hubiéramos disfrutado de haber cometido la décima parte de sus fechorías. Abandonó el país sin dar la menor explicación, y ahora regresa de la misma manera. En 2012 pidió perdón por cazar un elefante, pero por sus turbios asuntos no lo ha considerado necesario. A una reportera de La Sexta, que le preguntó si iba a dar explicaciones a su hijo, contestó sin más: “¿Explicaciones de qué?”. Boris Izaguirre -poco sospechoso de ser un republicano antisistema- retrataba como nadie esta actitud en un artículo publicado en El País el pasado 21 de mayo: “¿Cuándo se vio que un rey legalmente inviolable diera explicaciones? Sólo los pusilánimes y los contribuyentes dan explicaciones (…) Y, sobre todo, te acostumbras a que ellos, como millonarios, nos hablen el lenguaje de los hechos consumados”.

Efectivamente: ¿desde cuándo se ha de dar explicaciones -de disculpas ya ni hablemos- a un súbdito?  Es más -añado-: Si el súbdito está moribundo… ¿quién puede temer su reacción?

Susana Alonso
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