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Ponga un comisionista en su mesa

Ultimando los preparativos de mi cumpleaños, se me ha presentado una opción irresistible: el caché de Rafael Medina por asistir a fiestas se ha desplomado. Podré contar con el hijo menor del duque de Feria entre mis invitados, sin el desembolso de los 16.000 euros del ala que costaba hasta hace poco tener su gallardía y “savoir faire” a domicilio. Por cuatro duros pa’ la saca, igual lo consigo. ¡Un chollo!

Me han dicho que tengo que llamarle a Portugal, adonde le ha llevado la maledicencia envidiosa que, secularmente, en este país tenemos contra los brókeres exitosos de carne y minería. Aprovecharé para preguntarle si su amigo San Chin Choon podría conseguirme unas mascarillas de disfraz para el baile, pero de las baratillas, ¡que sólo son para una noche! Igual me puede traer también los postres. Nada, ¡un poco de coca y Oporto!

Voy a matar dos pájaros de un tiro, daré relumbrón a mi fiesta y realizaré una labor social de desagravio. Porque, ¿qué estamos haciendo con las nuevas generaciones? En las escuelas de negocios se les enseña a ser lobos de Wall Street para ganar dinero a toda costa y luego, a la más mínima, les echamos a los pies de los jueces y fiscales. Idolatramos a Elon Musk y sus pelotazos tuiteros y, en cambio, denigramos a los pobres empresarios patrios que ayudaron esforzadamente a traer material para hacer frente a la pandemia. ¡No hay derecho! Hacer dinero, mucho, rápido, y caiga quien caiga, ¿no es un valor actual universal en alza? En Madrid, ¿no reina la libertad a todo trapo? ¿En qué quedamos?

Pero no hay por qué preocuparse. En serio. Los comisionistas son una especie de difícil extinción. Dentro de poco, veremos a Luís Medina en todos los sálvames televisivos del país, cobrando millonadas y diciendo chorradas. Tengo la sensación de que vivimos en una sociedad berlanguiana, transitando en bucle entre “La escopeta nacional” y “Plácido”, siempre con comisionistas sentados en nuestra mesa y no comiendo precisamente de las migajas.

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