Una reserva de esperanza

Realmente no es fácil conservar la esperanza de que algún día veremos una sociedad, un mundo en el que imperen la justicia, la solidaridad, la fraternidad, la humanidad. Lo que vemos en las pantallas de los televisores u ordenadores o las noticias que nos llegan invitan al desaliento, a la frustración, a dar la batalla por perdida.

¿Cómo digerir las imágenes de las personas muertas tiradas de cualquier modo en las calles de las ciudades ucranianas? ¿Cómo entender que las vacunas contra la Covid no hayan llegado todavía a tantos países empobrecidos? ¿Cómo aceptar que las grandes empresas farmacéuticas se hayan enriquecido con la pandemia y que las energéticas lo hagan mientras los ciudadanos no pueden calentar sus hogares o pagar los recibos de luz? ¿Cómo asumir que el hambre y la desnutrición se están difundiendo ya y lo harán más por muchos países a raíz del encarecimiento de los productos básicos provocado por la guerra lanzada por Putin? ¿Cómo combatir la impotencia de ver cómo los mensajes populistas, nacionalistas, excluyentes arraigan en tantos otros?

La esperanza que almacenamos en la despensa de nuestros corazones y sentimientos corre el riesgo de agotarse. Aún nos queda porque vemos la respuesta multitudinaria y entregada de tanta gente que se ha ofrecido a acoger y ayudar a los refugiados ucranianos. Una respuesta que nos obliga a exigir a nuestros gobiernos que traten al resto de refugiados y migrantes igual que lo están haciendo ahora con las personas que escapan de las bombas rusas.

El depósito de reserva de la esperanza también sube de nivel cuando vemos a los ciudadanos que se la juegan en Rusia oponiéndose a la guerra o simplemente utilizando esta palabra para referirse a la invasión de Ucrania. O cuando vemos a las mujeres afganas que reclaman sus derechos y que sus hijas vayan a la escuela al igual que lo hacen sus hijos. O cuando vemos a nuestros políticos atareados en elaborar una ley que ampare a las personas que no tienen un techo o un lugar digno donde dormir.

Razones para desfallecer no faltan pero no podemos dejar que nuestro depósito de reserva de esperanza se vacíe. La muerte de la esperanza sería el triunfo definitivo de los responsables de que el mundo nos resulte, demasiado a menudo, tan doloroso.

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