Cataluña es esto y es así

Desde la II Guerra Mundial -¡y de esto ya hace más de 80 años!-, Europa no vivía una hecatombe como la que, desde el 24 de febrero pasado, está martirizando a Ucrania. La guerra de los Balcanes (1991-2001), a pesar de los escandalosos episodios de extrema crueldad y matanzas masivas que se produjeron, no tenía un arsenal de armamento tan potente y destructivo como el que está descargando Rusia estos días.

Tampoco provocó la avalancha de refugiados que estamos viendo, en vivo y en directo, ante nuestros ojos. Se calcula que, a causa de la terrorífica invasión ordenada por el Kremlin, unos 2,7 millones de ucranianos han huido de su país para, como mínimo, poder salvar la vida.

Se trata de una emergencia humanitaria escalofriante, de dimensiones colosales. Y la respuesta europea ante esta avalancha humana está siendo positiva y alentadora.

A los refugiados ucranianos no se les trata como a los españoles que protagonizaron la retirada a finales de la Guerra Civil, que fueron encerrados por Francia en abominables campos de concentración. Ni como a los fugitivos de las guerras de Afganistán y Siria, amontonados, en condiciones penosas, en la isla de Lesbos. Ni como a los miles de subsaharianos que llegan a Libia o a Marruecos, huyendo de la miseria y de guerras ignotas en las tripas de África, y que intentan cruzar el Mediterráneo, sabiendo que, posiblemente, morirán ahogados o que, si llegan a territorio europeo, serán expulsados.

Las instituciones y la sociedad civil europea se está volcando para acoger con dignidad a los refugiados de la guerra de Ucrania. Tienen las fronteras abiertas, se les cubren las necesidades vitales y tienen libertad de movimientos para circular, gratuitamente, por el espacio Schengen.

Todos los países de la Unión Europea, sin excepciones, muestran y demuestran su voluntad de dar cobijo a la diáspora ucraniana. Cataluña, también. La Generalitat, los ayuntamientos y las entidades sociales se están movilizando y se ofrecen para dar todo tipo de facilidades y de soluciones a los refugiados ucranianos que llaman a la puerta de nuestra casa.

Esta solidaridad y esta generosidad nos tienen que llenar de orgullo. Es la expresión de una sociedad viva y sana, que tiene buen corazón y que sabe compartir lo que tiene con quien lo necesita. Es en estas situaciones de fraternidad a flor de piel cuando Cataluña despliega sus virtudes, que tenemos, y son muchas.

Por culpa del proceso independentista, emprendido para intentar salvar el culo a la familia Pujol, involucrada en graves casos de corrupción, la imagen de Cataluña y de los catalanes ha quedado muy dañada, tanto en España como en las instituciones europeas. El show del excéntrico Carles Puigdemont, que se autoproclama presidente de la quimérica República catalana, ha empeorado nuestra reputación colectiva, a pesar de que ya solo lo siguen una manada de hiperventilados.

En su loca huida hacia adelante, el círculo de sabelotodos independentistas acabó cayendo en la tentación de llamar a las puertas del Kremlin. De hecho, desde el inicio del proceso esta era una hipótesis de trabajo que ya se sabía que, tarde o temprano, se acabaría materializando.

Primero, a través de Víctor Terradellas, el responsable de política internacional de CDC, que intentó obtener el apoyo de Rusia en los meses previos al referéndum del otoño del 2017. Después, a través de Josep Lluís Alay, ascendido a jefe de la oficina del ex-presidente Carles Puigdemont, que cobra una abultada nómina de la Generalitat.

De la mano del abogado Gonzalo Boye y del empresario ruso Alexander Dmitrenko, establecido en Barcelona, Josep Lluís Alay intentó que Rusia comprara el proyecto de convertir a Cataluña en una piedra en el zapato de la Unión Europea, con el objetivo de debilitar y sabotear desde dentro del proyecto comunitario. Gracias a sus gestiones en Moscú, Carles Puigdemont se convirtió en una estrella mediática de los medios de comunicación afines al Kremlin.

Todavía hoy se puede recuperar en Internet la entrevista de media hora de duración que le hicieron, en inglés, en el canal Rusia Today (RT). A la vista de los trágicos acontecimientos de Ucrania, esta aproximación y complicidad del independentismo catalán auténtico al régimen tiránico de Vladímir Putin resulta grotesco y estremecedor.

Es evidente que el Kremlin considera a la Unión Europea su principal enemigo. En vez de apostar por una colaboración leal y sincera con Bruselas, que sin duda redundaría en favor del bienestar de sus 145 millones de habitantes, Vladímir Putin ha desplegado, desde que accedió al poder, una incomprensible y suicida política de hostilidad contra el proyecto europeo: durante años, encubierta; ahora, fehaciente.

En esta estrategia hay que incluir el generoso apoyo económico de los oligarcas rusos al Partido Conservador británico y su activa involucración en la culminación del Brexit, sin duda una brillante victoria del Kremlin. También la financiación de Rusia a los partidos euroescépticos de Italia y Francia o la cobertura dada a los independentistas catalanes en el objetivo de provocar un terremoto geopolítico en Europa si otras naciones sin Estado (Córcega, Véneto, Cerdeña, Tirol, Euskadi, Bretaña…) se añadieran a las obsesiones secesionistas de Puigdemont y compañía.

Ante la masacre de Ucrania, la reacción de la sociedad catalana ha sido clara y contundente. En privado y en público, la aplastante mayoría la rechaza y está en contra. No solo esto: la oleada de solidaridad está siendo masiva.

Quiero, desde aquí, mostrar mi admiración por la localidad de Guissona, un municipio que no llega a los 10.000 habitantes y que, desde el inicio de la guerra, ya ha acogido y empadronado a más de 140 de ucranianos. Buena gente. Y es que Cataluña, a pesar de los profetas independentistas que nos querían llevar al abismo, es esto y así: guerra, ni en Ucrania ni en ninguna parte.

En este sentido, es urgente que el Parlamento de Cataluña abra una comisión de investigación sobre las actividades de Víctor Terradellas y Josep Lluís Alay en Rusia. Así lo ha decidido ya el Parlamento Europeo y sería una vergüenza que aquí –que somos los más directamente concernidos por esta gravísima intromisión rusa en nuestros asuntos internos- no hiciéramos lo mismo.

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