Paisajes de una guerra

Susana Alonso

Hay que ser muy valiente para ir a una manifestación en Rusia. El jueves 24 de febrero, cuando Putin invadió Ucrania, 1.700 personas salieron a la calle en Moscú para manifestarse contra la guerra: 1.500 fueron detenidas. Sin embargo, la gente ha seguido protestando tanto en la capital como en ciudades como San Petersburgo o Samara. Una cosa es combatir en un páramo perdido de Asia central y otra invadir un país eslavo que consideran hermano y donde muchísima gente tiene lazos familiares.

Es el caso de la Svetlana. Dice estar contra la guerra –“cualquier persona normal está contra la guerra, no quiero que soldados y civiles mueran”–, pero está convencida de que “en Ucrania durante los últimos años han pasado cosas muy graves. El país ha caído en manos de grupos nazis que alimentan a la rusofobia y han oprimido a los rusos del Donbass, sus propios ciudadanos, mientras Europa y el mundo callaban. Ahora han pedido que les den armas nucleares que pueden reducir mi país a cenizas”. Repite una propaganda oficial que suena a excusa de mal pagador y recuerda mucho a aquellas armas de destrucción masiva que Bush, Blair y Aznar invocaron para atacar a Irak. Su hija no comparte su opinión. Está totalmente en contra de esa brutal agresión. También lo está la Snezhana, de San Petersburgo. Lleva llorando desde el día 24. Tiene familia en Jitómir. Para ella deshacer la propaganda de los medios oficiales es fácil. Habla con sus parientes todos los días. Ve las imágenes que le envían. Increíblemente, Whatsapp y Telegram siguen funcionando. También está muy preocupada por el futuro de sus nietos. Como la mayoría de los rusos, tiene miedo, mucho miedo.

Alia, que vive en Kazán, incluso se pregunta si no estará a punto de estallar una Tercera Guerra Mundial. No imaginaba nada de lo que está ocurriendo. Pocos días antes de la invasión estaba en la embajada de la República Checa para solicitar un visado para su hijo. Quería enviarle a estudiar a Praga. Ahora no podrá. Las agencias de viajes han dejado de vender billetes. Explica que dos de los bancos más importantes del país, VTB y Sberbank, ya no dispensan dinero en efectivo.

Aparentemente las sanciones impuestas por Europa y Estados Unidos funcionan y amenazan a una economía que Putin quiere mostrar como pujante, con proyectos faraónicos como la construcción de tres nuevas ciudades. Una de estas ciudades se levantará en un lugar remoto de Siberia y sustituirá a Moscú como capital. En el mundo real las cosas no parecen ir tan bien.

Mijaíl trabaja en una compañía aeronáutica de Moscú que ha desarrollado un avión que no encuentra compradores. Sabe que en mayo se quedará sin trabajo. Lo que no sabe es de qué va a comer su hijo. Las prestaciones sociales son ridículas, inexistentes en la práctica, y el paro significa caer en la miseria.

Hace tiempo que hay un descontento difuso, que todavía no ha cristalizado, pero que se olfatea. Y son muchos, sobre todo los jóvenes, quienes comienzan a girar la mirada hacia el sátrapa del Kremlin para exigir bienestar y libertad. Y esa queja a veces se hace evidente. El pasado septiembre un grupo de periodistas visitamos Crimea. La sensación era la de ser los únicos occidentales en la península. Una mujer nos oye hablar en castellano y se acerca. Quiere practicar un idioma que se le oxidaba. De repente nos pregunta qué pensamos “del régimen criminal y asesino de Putin”. La prudencia nos pide callar. En Rusia nunca se sabe quién escucha.

En Ucrania, Evguénia despertó el sábado con el ruido de un centenar de tanques rusos pasando por delante de su casa. Salió de Kiev poco antes de la invasión y fue a parar a la carretera que el ejército ruso utiliza para llegar a la capital desde Bielorrusia. Dice que no tiene miedo. Ni tampoco siente dolor. Sólo una rabia inmensa y la necesidad de resistir como sea. Sabe que su país difícilmente va a ganar esta guerra. Coincide con Svetlana en que la guerra no comenzó este 24 de febrero, sino hace ya ocho años con la sublevación del Donbass.

Evguenia está determinada a resistir. Una resistencia que ve como la única posibilidad de victoria. “Quizás nos derrotarán y nos ocuparán, pero nadie puede someter a un país contra la voluntad de sus habitantes. Lo aprendimos durante la era soviética en Afganistán. Ucrania es un país muy grande, del tamaño de Francia, densamente poblado, industrializado y con centrales nucleares. Difícil de dominar. Les espera un Vietnam. Aquí nadie quiere vivir sometido a Putin”.

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