El hombre que susurraba a Putin

Pocos hombres pueden presumir de ir de vacaciones con Vladimir Putin. Uno de ellos es Sergei Shoigú. Un gato viejo de la política, que ya ocupó algún cargo en la época soviética y que, como Putin logró en el poder como Silovik, la hornada de políticos hechos a la sombra de las fuerzas de seguridad. Fue gobernador del Oblast de Moscú, hasta que en 2012 fue nombrado ministro de Defensa. Su momento de gloria llegó cuando el ejército ruso ocupó la península de Crimea sin disparar un solo tiro. Su influencia frente al sátrapa del Kremlin empezó a crecer.

A él se le atribuye la idea faraónica de potenciar Siberia con la construcción de nuevas ciudades y el traslado de la capital a la parte asiática del país. Suya fue también la propuesta de invadir Ucrania con un ejército al que se ha destinado dinero y recursos abundantes después de que en 2008 cinco días de guerra con Georgia pusieran de manifiesto una urgente necesidad de renovación.

Shoigú susurraba a la oreja de Putín que ocupar Ucrania sería sencillo, que la gente de esta república soñaba con ser liberada del régimen nacido de la revuelta del Maidán que acabó con el gobierno presidido por Víktor Yanukovich, que los ucranianos esperaban con los brazos abiertos a los militares rusos venidos para librarlos del yugo de grupos neonazis que asolaban el país. Que ocupar Kiev o en Kharkiv sería lo mismo que entrar en el Dombass. Que el mundo callaría, como hizo durante las agresiones a Georgia y Crimea.

Shoigú convenció a Putin de que sería una campaña corta. Tanto que, según fuentes ucranianas, a las pocas horas de los primeros ataques Yanukovich fue llamado a Minsk para hacerse de nuevo cargo del poder y restablecer un orden que nunca debería haberse roto tan pronto como se conquistara una gran ciudad.

Las mentiras y las fantasías suelen desvanecerse en contacto con la realidad. Después de ocho años de guerra en las provincias rebeldes de Lugansk y Donetsk pocos ucranianos ven a Putin como amigo. La resistencia es enconada incluso en ciudades con una elevada población rusófona, como Kharkiv u Odessa. Y no es sólo el ejército, son los propios ciudadanos de pie quienes toman las armas o fabrican cócteles molotov para luchar.

La invasión también ha puesto de manifiesto que las ingentes cantidades de rublos destinadas a modernizar el ejército ruso han ido a parar a otros sitios, como no podía ser menos en una cleptocracia corrupta, donde el poder se alcanza y se mantiene gracias a la riqueza que el político de turno sea capaz de proporcionar a quienes lo sustentan. Una mirada a los camiones y vehículos blindados de transporte de personal rusos o al equipamiento capturado a los soldados fallecidos y heridos dan a entender que la práctica totalidad del dinero se quedó por el camino. Con este escenario, las masivas entregas de armas a Ucrania por parte de Occidente no hacen prever nada bueno para los soldados de Putin. Unos soldados a los que, como en el resto del mundo, se les dijo que iban de maniobras, que ni saben ni entienden qué hacen disparando en un país hermano donde muchos tienen amigos y familia. La sorpresa y el descontento son lo suficientemente grandes como para haber fracasado más de una operación.

La invasión exprés prometida a Putin ha fracasado. El problema es que un autócrata como él no se puede echar atrás. Una retirada sería su fin. De ahí la fuga hacia adelante, el lenguaje cada vez más agresivo, la exhibición de poder nuclear, las amenazas a Finlandia y Suecia. Shoigú parece haber caído en desgracia. Los rumores sobre un cese o dimisión son insistentes. Ya no susurra a un tirano que puede perdonar la corrupción, pero no la derrota.

Seguramente Ucrania caerá ante el embate del mastodonte ruso. Pero esto no será ninguna victoria para Putin y sus secuaces, que ven con terror la posibilidad de que el conflicto se enquiste y se convierta en una guerra de guerrillas que quizá se prolongue durante décadas. Ni siquiera una autocracia puede permitirse la visión diaria de jóvenes soldados volviendo a casa en ataúdes.

Una situación que tampoco sería una buena noticia para una Europa que los ucranianos ven cínica e hipócrita. Empiezan a recordar que poco después de la independencia renunciaron al armamento atómico heredado de la URSS a cambio del compromiso de Estados Unidos y de Gran Bretaña de defenderlos en caso de agresión militar. Una defensa que no ha llegado. Unas bombas que, creen, habrían disuadido a Putin. Sienten que Occidente les ha traicionado.

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