Cuatro fotos y un concierto o la liberación de la Meridiana

Cuando la enfermedad es incurable se perpetúa en los afectados una especie de resignación; o la resignación toda ella. Cuando unos energúmenos vomitan su indignación en la Meridiana desde hace más de dos años, con un espíritu claramente provocador, estamos ante la metástasis del sistema. En un país donde los políticos permiten este desafío, en una de las zonas más deprimidas de Barcelona, ​​en un barrio en el que los desahucios son continuos, se hace evidente una vez más que la herida es más grave de lo que pensábamos, una gangrena de enormes dimensiones, fruto de una decadencia tan evidente como mortal.

He estado siguiendo con preocupación cada uno de los días de esta especie de performance donde los separatistas eran cada vez menos, donde cuatro gatos mal contados fastidiaban a toda una ciudad, donde despreciaban a todo y a todos, donde se burlaban de las llamadas a la cordura y de las consecuencias económicas para los comerciantes. Con ojos sangrientos de odio, incomprensiblemente convencidos de que eran una mayoría abrumadora, levantaban banderas esteladas, cerrando el paso a cualquier entendimiento. «Libertad de expresión», decían. En el fondo, bramaban contra la nada, contra la indiferencia de un proceso herido de muerte, donde las frases grandilocuentes y las embestidas contra «el estado opresor» se dicen con la boca pequeña, no sea que se pierda la suculenta recompensa monetaria que llega a fin de mes. La silla vale más que cualquier desobediencia. Por eso, estas solo lo son a hurtadillas, ante la cámara y un micrófono,    eso sí, pero diluidas y convenientemente manipuladas cuando los letrados o alguien más sensato advierten de penas que pueden acabar con el estatus económico. Algunos de sus referentes ya han pasado por prisión y parece que la experiencia no ha sido demasiado positiva.

Después de más de dos años que dan vergüenza, la Meridiana vuelve a ser libre. Los falseadores del lenguaje claman al cielo y contra las entidades, más muertas que vivas, que vivieron del engaño de sus dirigentes. La Meridiana era un símbolo de «resistencia», una isla en la que sus habitantes vivían en la ceguera de su espíritu. Mientras, la impotencia de los vecinos, unida a la incompetencia de políticos y fuerzas de seguridad, a su indiferencia, también, campaban a sus anchas, como si aquellas personas que resistían con gritos y caceroladas fueran los ausentes.

Y, finalmente, la autoridad hace lo que debe hacer, velar por la convivencia. Lo que debía haber hecho desde el primer día. Pero en un país enfermo de histeria, descosido, destrozado por el sectarismo y las mentiras, nada puede ser normal. Los ciegos de la Meridiana no están solos, dicen. Representan la fuerza de un país que anda hacia su independencia, añaden. Y Laura Borràs, única en su especie, llega, desobediente a su propio gobierno, aplaudiendo la mascarada, haciéndose la foto como Dios manda, con los medios afines cámara en mano, apoyando a los manifestantes que todavía creen en Ítaca. Tiene prisa, le espera un concierto y no puede faltar. Desde Bruselas un Puigdemont desdibujado y que nunca pasó por la Meridiana, defiende lo indefendible. La demencia es lo que tiene y considerar a una veintena de iluminados como los garantes de las esencias de un nuevo país independiente tiene tela.

Parece que hay más ciegos repartidos por toda Cataluña. Algunos han empezado a darse cuenta de que pueden ver y, consecuentemente, no suben a autocares que los llevan a la Meridiana, a ver en persona la semilla de una nueva resistencia, de una desobediencia light que dará sus frutos en breve. Mientras, la preocupación de los mentirosos es enorme. Años y años de engaños y seducciones diversas, de recordatorios en forma de camiseta o bufanda y que permanecen cuidadosamente guardados en cajones y armarios, ya no dan para más. El autocar medio vacío da idea del desastre, de una gente que mira ya con recelo cómo sus dirigentes se han colocado bien en las instituciones autonómicas con sueldos de escándalo. Y no renuncian a un privilegio que les da algo más que comer.

La Meridiana empieza a respirar. La inteligencia ha ganado al sectarismo más cruel y bobo. La lucha de los vecinos no ha sido en vano. Eran pocos, es cierto, pero la constancia ha salvado la democracia. Aunque sea por unos instantes. Ha valido la pena. Felicidades.

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