“No hemos de malgastar nuestra energía luchando contra fantasmas”

Entrevista a Bernat Castany Prado

Es licenciado en filosofía y filología hispánica, y profesor de literatura en la UB. Autor de los libros “Que nada se sabe. El escepticismo en la obra de Borges (Cuadernos de América sin Nombre) y “Literatura posnacional (Editum). Traductor de Voltaire y José Marchena (Laetoli), acaba de quedar finalista del 49 premio de ensayo de la editorial Anagrama, donde publicará próximamente “Una filosofía del miedo”.

 

¿De dónde procede tu documentado interés por los himnos nacionales?

Tras realizar una tesis sobre las representaciones de la crisis del estado-nación en la literatura latinoamericana, publiqué varios artículos en los que estudiaba el substrato religioso de los himnos, las banderas, el culto al soldado desconocido y otros elementos habituales del imaginario nacional. Mi intención siempre fue aplicar las ideas que la Ilustración mantuvo acerca de la religión al ámbito del nacionalismo (con y sin estado), con el objetivo de continuar el proceso de secularización que aquélla emprendió. Llamo laicismo nacional al proyecto de separar el estado de la nación, y al subsiguiente apartamiento de las cuestiones nacionales a la esfera de lo privado. Me gustaría apuntar que, del mismo modo que el laicismo religioso no es un ataque contra la religión, sino antes bien una garantía para la libertad de conciencia, el laicismo nacional no es un antinacionalismo, sino una defensa de que todo sentimiento nacional (incluido el plurinacional o el a-nacional) sea vivido libremente sin ningún tipo de injerencia ni distorsión política. Creo que eso es lo que hoy en día defenderían los grandes ilustrados como Montesquieu, Diderot, Helvétius, Holbach y, en menor medida, Voltaire. Y también creo que los nuevos enemigos de la Ilustración son, entre otros, los partidarios del confesionalismo nacional.  

¿Los genes hímnicos, desparramados por lo nacional, regional, local, deportivo, militar, asociativo… se remiten de algún modo a lo religioso?

A partir del siglo XVI, sobre todo a partir de las guerras de religión, el paradigma religioso-dinástico entró en crisis, y la religión perdió paulatinamente su capacidad para cohesionar y homogeneizar (muchas veces de forma violenta) las sociedades. Se sentirá, entonces, la necesidad de crear un nuevo tipo de cemento simbólico: la identidad nacional. En ese trasvase, los himnos religiosos pasaron a ser himnos nacionales; los mártires, próceres; los estandartes, banderas; los sacerdotes, filólogos o políticos; los místicos, poetas; los herejes, obreros internacionalistas o intelectuales cosmopolitas; los demonios, inmigrantes; y los paraísos, reconquistas, independencias o reunificaciones… Claro que la religión posee, a su vez,  un ascendente filosófico, que podemos llamar “idealista”, ya que, como diría Nietzsche, su obsesión por el ideal le llevaría a odiar, y aun a tratar de destruir, la realidad, impura y mudable, pero viva. En este sentido, las religiones y los nacionalismos serían diferentes especies del platonismo. 

¿La apelación casi unánime a la unidad en los himnos refleja quizás aquello de “dime de qué hablas y te diré de qué adoleces”?

Nadie habla tanto de la salud como el que está enfermo. Por eso Canguilhem decía que la salud era el silencio del cuerpo. Del mismo modo, nadie habla tanto de la unidad nacional como aquellas sociedades que sienten que la han perdido. Es una de las intuiciones fundamentales de un libro tan interesante como “Pútrida patria, de W. G. Sebald. Pero me parecería un error pensar, como diría Jorge Manrique, que toda sociedad pasada fue más homogénea… Sólo en Francia, por ejemplo, hubo ocho guerras civiles entre 1562 y 1598. Así que, antes de que el dinosaurio despertase, la división ya estaba allí ¿Qué hacer? Para empezar, lo mejor es no hacer lo peor que se puede hacer: esto es, desconocer y negar la realidad. Todas las sociedades fueron, son y serán diversas desde el punto de vista (para algunos desde el punto de mira) lingüístico, religioso, social, racial, etc. Lo cual tiene sus ventajas y sus desventajas. Pero lo que está claro es que es así y no podemos hacer más que lidiar con ello. Así que un poco más de amor fati social no nos iría mal. Dicho esto, parece necesario buscar un mínimo común denominador, que habrá de tener inevitablemente algo de imaginario. En “Comunidades imaginadas”, Benedict Anderson plantea que todos aquellos grupos cuyas relaciones vayan más allá del cara a cara (esto es, todos) necesitan algún grado de construcción simbólica, que implicará algún tipo de simplificación o distorsión más o menos imaginaria. Pero, como diría Calderón, “aun en sueños no se pierde el hacer el bien”. Así que debemos hallar modos más abiertos, plurales, modificables y libres de imaginar nuestras comunidades que aquellos que los paradigmas religioso y nacional nos han legado. 

El enemigo también parece ser un ingrediente imprescindible de los himnos; y si no lo hay, se  construye, como dice Umberto Eco…

Raoul Girardet dice, en “Mitologías políticas”, que en las épocas de crisis (esto es, en todas las épocas) surgen desde el fondo del imaginario colectivo, y en cualquier punto del espectro social o político, un conjunto de mitos que él ordena en cuatro grandes familias: la edad de oro, el complot, la unidad y el líder. Dichos mitos nos ayudan a simplificar, ordenar, estructurar y narrar el caos histórico, social y existencial en el que nos hallamos siempre envueltos. En particular, el mito del complot o del enemigo nos ayuda a reducir a una sola causa el enjambre de factores que nos angustian, dándonos de ese modo la sensación de que sabemos lo que nos sucede, quién nos lo hace y cómo luchar contra ello. El enemigo, como diría Virgilio Piñera, es aquel que vino a salvarnos… Eso no quiere decir que no haya problemas y conflictos reales. Precisamente por eso no debemos malgastar nuestra energía luchando contra fantasmas. Coincido con Marina Garcés en que los antagonismos son necesarios, y también en que debemos evitar que se degraden en mera hostilidad.

¿Son los himnos fósiles políticos o siguen cumpliendo una función?

De algún modo, todos los conceptos, teorías y expresiones artísticas son fósiles, puesto que tratan de encerrar en una lágrima de ámbar la mariposa iridiscente de la realidad. Quizá lo máximo a lo que podemos aspirar es a facilitar una cierta dialéctica entre lo permanente y lo efímero, entre lo abstracto y lo concreto. En el caso de los himnos nacionales, en particular, y del imaginario nacional, en general, debemos reconocer que tuvieron una función importante en el proceso de secularización y cohesión de las sociedades, así como en las luchas anticolonialistas, pero no debemos olvidar, a la vez, que trajeron consigo un dogmatismo y una violencia (física y simbólica) totalmente disfuncionales en un mundo cada vez más globalizado y diverso. Por eso deberíamos tratar de secularizar y flexibilizar nuestros imaginarios nacionales, cuestionando sus definiciones desde el interior y el exterior de sus fronteras. Si la religión pudo hacerlo, ¿por qué no podría hacerlo también el nacionalismo? Pienso, por ejemplo, en la bandera que Bosnia adoptó tras la guerra de los Balcanes, compuesta por un triángulo irregular invertido de color amarillo sobre fondo azul, flanqueado por una serie de estrellas, la primera y la última de las cuales están cortadas por la mitad. Todo ello parece simbolizar que ningún país es una unidad homogénea y acabada, sino el resultado de un proceso (casi siempre traumático), que debería poder ser repensado de forma racional y serena, para que no sea  una guerra la que se encargue de hacerlo por nosotros. Pienso también en la necesidad de repensar nuestras concepciones nacionales con el objetivo de dar una respuesta que esté a la altura del drama de la inmigración.

¿Tienen los himnos sus antítesis; sus contra-himnos, digamos?

Existen numerosas corrientes que parodian o satirizan el imaginario nacional. Está la Anti-Heimatliteratur, o literatura antipatriótica, que tiene a Thomas Bernhard como figura principal, pero que cuenta con precursores ilustres, como Diógenes, Fougeret de Monbron, Flaubert, Remarque, Céline o Vonegut, y continuadores brillantes como Horacio Castellanos Moya, Rodolfo Fogwill o Roberto Bolaño. El mismo Borges fue acusado de ser poco argentino. Y Cortázar de ser demasiado francés. Luego está la tradición libertaria, donde incluyo al anarquista y esperantista Eugène Lanti (L’anti-tout), que creó el movimiento a-nacionalista, que tenía como objetivo luchar contra el efecto disgregador que el patriotismo belicista ejerció sobre el internacionalismo obrero. A los que podemos añadir el cosmopolitismo cínico; la antipoesía de Nicanor Parra; la poesía de los beatniks; o incluso el “God save the Queen” de los Sex Pistols. Personalmente, el mejor anti-himno que conozco es “El desertor” de Boris Vian, que recomiendo en la estupenda versión de Renaud Séchan.

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