El 10 de octubre de 1926 un hombre de 73 años era atropellado por un tranvía en la calle de Les Corts de Barcelona. Debido a su aspecto, muchas de las personas que allí se encontraban decidieron no auxiliarle, y el hombre, malherido, acabó muriendo tres días después. Se trataba de Antoni Gaudí y su aspecto descuidado le había hecho pasar por un mendigo. Algo similar ha ocurrido 96 años después. En este caso en París, donde un hombre de 84 años murió de frío al caer accidentalmente en la plaza de la república y pasar más de nueve horas en el suelo sin que ninguno de los peatones que pasaron por su lado le auxiliaran. Fue un sin hogar quien, ya pasada la noche, le encontró y alertó a los Bomberos, siendo ya demasiado tarde. Se trataba del fotógrafo Renné Robert, y como Gaudí, la posibilidad de que fuera un mendigo o un sin hogar evitó que alguien se dignara en auxiliarle. ¿No lo merecía? ¿No lo merece cualquiera? ¿Se puede seguir hablando de humanidad cuando los humanos ya no la ejercen?
Que vivimos en una sociedad cada vez más egoísta es una realidad innegable. Que el individualismo y el egocentrismo son dos características que parecen ir de la mano de todo ser humano también. Que la autodestrucción moral en la que nos encontramos puede acabar causando la destrucción, no solo del resto, sino de nuestra propia especie parece una frase grandilocuente y exagerada que cada vez se acerca más a la realidad. Pues si miramos de cara a los problemas que tenemos de antemano, el cambio climático, la crisis del agua, la desigualdad, el racismo… algo está claro, y es que sólo podremos afrontarlos con éxito si dejamos atrás este sistema de castas que impera en nuestra sociedad por mucho que nos consideremos democracias del primer mundo. Solo podremos hacerles frente si hacemos una clara apuesta por la empatía y la cooperación, por una vida equilibrada y alejada de los beneficios de unos pocos y la precariedad de muchos. Si entendemos que la solución no solo ocurre, sino que también debe ser, para todos nosotros.
