No corras por el andén

Cola de tramitación del DNI. A. pide tanda y espera hasta que la señora que regula los turnos decide enviarla a la otra fila, la que da la vuelta a la manzana y apura las mañanas, la del NIE. Le muestra el recordatorio de la cita. Sólo hace falta una mirada para leer las tres letras: «de, ene, i». Brazo extendido que acompaña a un imperativo “bonita, ves donde te he dicho”. Volumen alto que capta la atención de toda la cola y del policía de la puerta que, en previsión de incidentes, viene con “la” pregunta, relee el justificante y cierra la conversación con un “perdone el malentendido, señora, usted está en la cola correcta”. No es la primera vez. Es casi-cada-veces.

Supermercado. A. sale sin comprar. No les queda mi-yogurcito-peferido, como dice el pequeño L., y debe ir hacia delante, donde siempre hay. Al acercarse al umbral, un “psssst, sí, sí, tú”, y una mano alzada por encima de los casi dos metros de uniforme la hacen detener para revisar la bolsa vaciando su contenido en medio del pasillo, donde las miradas entran, radiografían y se van. Todo correcto cuando un “circulen” enmudece a un masticado “otra vez, ¿por qué siempre a mí?”.

«Baje ahora mismo de mi taxi». A. y las dos criaturas que le acompañan. Sale del vehículo, va a descargar las maletas, vuelve al final de la cola. Al final, sí, porque nadie reconoce haber presenciado el incidente. «Todos tenemos prisa» es la respuesta más comprensiva que ha oído. El resto, ni responden cuando giran la cara o cuando se vuelcan en la pantalla del móvil simulando un repentino mensaje que reclama atención. Cola de taxis en una estación de tren concurrida, el momento idóneo para que el taxista haga su casting de pasajeros cuando ya los tiene sentados en el habitáculo. Hacía un momento habían dividido el grupo de seis y maletas entre dos taxis. En el primero van J. y dos criaturas, y el de A. Los niños ya han aprendido a no preguntarse. ¿Por qué? Eterno encogerse de hombros y mirar hacia delante.

Madre e hijo, caja de una tienda. Cuando A. está pagando, comprueba que la hija mayor se ha ido dejando olvidada su mochila. “Corre, llévasela, que todavía estará en la calle”. Sprint de S. que termina mucho antes de llegar a la puerta. “No, no… es de mi hermana, mire, mi madre está en la caja…”, mientras un par de clientes bienintencionados han vuelto a actuar como era de esperar. Vuelta a dar explicaciones y vuelta a sentir frío en la piel frente a las cejas que se arquean en forma de signo de interrogación.

Carril de incorporación en la autopista. A. viaja con los niños, el coche delantero se detiene, A. frena y recibe el choque del coche de atrás. Cuando baja para revisar desperfectos, el primer coche desaparece de la escena mientras la chica que conducía el tercero estalla en una tormenta de gritos y golpes que llueven sobre A., que ha sido debidamente tumbada en el suelo por el abuelo de la fibrada chica redbulltedaaaalas, que vacía la rabia hasta que llega la policía. En el hospital rellenan un larguísimo comunicado de lesiones para incorporar a la denuncia. Todo está en manos de la justicia gracias al apoyo de una asociación. Todo menos el latido en las sienes.

A principio de curso, L. se queja de que la maestra, cuando pasa lista en clase, siempre le llama el último. Al hacerle entender que el orden de lista se corresponde con la inicial del apellido, una risa de vergüenza infantil ilumina su mirada para decir “ah, pensaba que era porque… ¡ya sabes!”. No podemos apreciar si se le enrojecen las mejillas. Porque L. es negro. Como S. y como A., negros. Negros. El pequeño L. dice que son “marrones”, que todo el mundo es más o menos marrón. «Suave o fuerte, y yo soy marrón fuerte». Y se ríe cuando asegura que por eso aquella señora en la playa le dijo “qué bien hablas catalán, niño”, y que él le respondió “gracias, señora, usted también lo habla muy bien”. Porque él es “marrón fuerte, más fuerte que esa señora” y nacido en Mataró.

Volvemos a S. Su cara besando el suelo de la estación, los ojos una vez más de cristal rojo y en la espalda todo el peso de un ejemplar padre de familia que parece que no ha entendido que S. corría, con la bolsa de deportes en la mano, para tomar el tren. Mientras llega el personal de seguridad, en la cabeza de S. retumba la frase de su madre recordándole que hay sitios donde es preferible andar sin prisa.

Sólo hablo de tres personas y sus vivencias, no ha sido necesario crear ni inventar.

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