Luces y oscuridades

Susana Alonso

Días de luces. Cielo y piel de ciudad vestidos de adorno lumínico.

Una gran estrella corona la torre de María del templo de la Sagrada Familia y culmina la iluminación de 800 ventanas, interpretando así el papel de faro urbano.

El Portal de l’Àngel se convierte en un río humano que bate récords de personas y de felicidad por metro cuadrado.

Las calles barcelonesas de Ferran y de Jaume I engalanadas como nunca, con una cincuentena de figuras luminosas en las fachadas de los edificios, construyendo un pesebre de luz dispersa que discurre de la Vía Laietana a la Rambla.

Días de oscuridad. También.

Si paseamos por la plaza de Tetuán, las flores y las notas depositadas en un alcorque nos recordarán que hay cuatro barceloneses que no vivirán esta fiesta de la luz. Una niña de meses, su hermanito de tres años y sus padres murieron en el incendio que se produjo en la infravivienda donde vivían, en el local abandonado por una entidad bancaria. Cuatro vecinos que habrían dado cualquier cosa por disponer de un hogar digno con un suministro eléctrico seguro, vecinos nuestros a los que la precariedad les arrebató, precisamente, lo más preciado que tenían.

Justo este mes hemos conmemorado el año del incendio que costó la vida a otras cuatro personas que habitaban en una nave industrial abandonada en el barrio del Gorg, de Badalona. Conciudadanos nuestros a los que poco les podrá importar ya la concentración de gozo humano en las calles llenas de bolsas de regalo.

Pasamos por delante de locales y por debajo de pisos habitados por personas que no pueden encender la luz, familias que no pueden calentarse ni conservar los alimentos, niños que no pueden estudiar ni ducharse en condiciones mínimamente dignas, personas que conviven con el riesgo de electrocución, el de intoxicación por inhalación de CO₂ o el de un incendio que les siegue la vida.

Vecinas y vecinos nuestros que caminan por un alambre sobre el precipicio, alambre por encima del cual sólo se puede avanzar a riesgo de caer a los abismos que, a sus pies, se van sucediendo: de la precariedad laboral hacia la pobreza económica, de ésta a las pobrezas habitacional, energética, sanitaria o educativa, deslizándose por el circuito de la exclusión.

¿Cuál es la primera precariedad vivida, la desencadenante? ¿Qué eslabón hay que cortar para interrumpir la siniestra cadena?

La pobreza ya es vivida por personas que tienen trabajo, un trabajo tan precario que impide vivir dignamente, vemos la emergencia habitacional como un fenómeno natural que ni nos sorprende, mientras las administraciones no llegan a proporcionar una solución a la altura del número de desahucios que se producen cada mes.

La precariedad se convierte en heredada, la vulnerabilidad se convierte en aprendida para niños y niñas que no han conocido otra situación que la intersección de privaciones.

Cuando es noticia en la sección de sucesos, constatamos que las medidas a menudo se quedan en facilitar la atención sanitaria, el suministro de alimentos y el seguimiento escolar por parte de los servicios sociales municipales. Éste es todo el esfuerzo que puede hacer un ayuntamiento cuando se enfrenta a un alud de desahucios y ya no dispone de recursos habitacionales. Pero no está en sus manos afrontar las causas primeras, la raíz del problema, que reside fuera de los márgenes de la actuación municipal. En cuanto al gobierno autonómico, es notorio que no ha hecho todo lo que podía hacer y ni siquiera ha destinado los presupuestos suficientes.

Que el problema es complejo, que su origen es multifactorial o que no es resoluble por parte de un único nivel de la administración no pueden ser excusas ni deben evadirnos de nuestra responsabilidad como sociedad. Es necesaria la implicación de todos los niveles, todos. Y es necesario abordar las causas, todas. Desde las políticas migratorias a las de atención y acompañamiento a las situaciones de vulnerabilidad, pasando por la precariedad laboral.

¿Qué podemos hacer como individuos sociales? ¿Está en nuestras manos la solución de cada caso?

Como sociedad civil organizada tenemos un deber claro: exigir firmemente a quien ostenta el poder que se llegue a un pacto de sociedad (da igual si lo llamamos nacional o estatal) que emprenda definitivamente las políticas necesarias, que garantice un paquete básico de ciudadanía, un cuerpo de derechos que traspase ciclos electorales y etapas de gobierno.

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