Poner bridas a las grandes tecnológicas

Asistimos a lo que parecen ser los primeros intentos serios de las administraciones públicas para conseguir que las grandes corporaciones tecnológicas se sometan a reglas. La batalla será larga y dura, y no es muy seguro que se gane a favor de la sociedad. La Unión Europea parece haber entendido que el capitalismo de las grandes plataformas, más que disruptivo, resulta un sistema depredador en la captación de rentas y un terrible acelerador de las desigualdades económicas y sociales. Conseguir que paguen impuestos, que no constituyan oligopolios o monopolios, que respeten los derechos de propiedad y que no dinamiten cualquier noción de privacidad resultará una tarea larga e ingente. Más allá de la capacidad de lobby de las grandes compañías como Google o Apple, a menudo la defensa que ha hecho Estados Unidos de estas prerrogativas autoconcedidas dificulta mucho una regulación que resulta imprescindible e inaplazable. Ahora, incluso los Estados Unidos de Joe Biden comienza a tener problemas con la vocación de estar por encima de todo de Amazon.

El mundo de internet se ha ubicado como un espacio más allá de la territorialidad, y se aspira a que todas las leyes y normas que rigen la vida analógica no operen en este teatro de los sueños que se pretende que sea la red. La economía de plataformas genera unas dimensiones corporativas que hacen casi imposible su control político y social, pero lo que lo imposibilita es una actividad sobre la que se ha creado un manto místico que no se puede, ni se quiere, someter a las leyes humanas. Un territorio exento del predominio del Estado de derecho y de las legislaciones convencionales. Un mundo en el que pretenden que lo único a proteger sean los derechos de propiedad de los algoritmos de sus operadores.

Si las sociedades se enfrentan a situaciones de desempleo masivo, precariedad extrema y niveles de desigualdad inaceptables, se debe a que los gobiernos democráticos han renunciado hasta ahora a legislar sobre el impacto de la economía digital y los grandes efectos colaterales, económicos y extraeconómicos que genera. La concentración de riqueza y poder en pocas manos no es algo connatural a la tecnología, sino a una trascendente falta de regulación de cualquier tipo. El poder tecnológico no tiene leyes, y se basa en la apropiación de riqueza generada por los ciudadanos –sus datos–, el carácter monopolístico de su acción, la falta de límites al asalto de la privacidad, la falta de legislaciones laborales adecuadas y a la elusión y fraude fiscal generalizado que practican.

El globalismo absoluto y la dinámica de “ganador único” devastan a sectores productivos enteros. La economía de plataforma arruina a multitud de empresas, acaba con gran parte del empleo y destruye ecosistemas socioeconómicos que costaron mucho de crear. Aunque se pretenda que es un fenómeno de «destrucción creativa», en realidad funciona como una lluvia ácida que empobrece en muchos sentidos.

La pretendida eficiencia absoluta de lo digital, en realidad resulta ineficiente para crear riqueza y bienestar compartido. Lejos queda el mundo del capitalismo competitivo y con reglas de juego. Estamos en un capitalismo cognitivo sostenido sobre la intermediación en el que los mercados conceden recompensas descomunales a un pequeño número de estrellas. Dieciocho de las trenta marcas principales en capitalización bursátil son empresas orientadas a plataformas, mientras que el desarrollo se basa en la captación y apropiación de datos. Un mundo hiperconectado que genera unas expectativas que no podrán cumplirse para la mayoría. Los riesgos sociales de la frustración resultan inmensos a medida que las poblaciones sientan que no tienen posibilidad alguna de alcanzar cierto nivel de prosperidad. Un trabajo de clase media ya no garantiza un estilo de vida de clase media, mientras que las posibilidades de regulación de los Estados están siendo desafiadas en un grado sin precedentes.

Más allá de los aspectos de la economía de plataformas que deben ser establecidos por las leyes tributarias y laborales, y que deben reflejarse también en las leyes de defensa de la competencia, es necesario algo parecido a una Ley General de Internet, que establezca derechos, garantías y prohibiciones para convertir esta selva en un espacio civilizado al servicio de la sociedad. Necesitamos leyes de protección de datos sólidos para el nuevo mundo feliz de los datos. El reto que tiene sobre la mesa la UE, y también EEUU, resulta grandioso y muy trascendente.

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