A pesar de todo, ¡Feliz Navidad a tod@s!

Ya he comentado en alguna ocasión el interés y la utilidad de la web worldometers.info, que provee, en tiempo real, las principales estadísticas de la actividad humana en el planeta Tierra, este átomo que habitamos, perdido en la inmensidad del Universo. Gracias a esta web, por ejemplo, podemos saber que la población mundial rozará, al acabar este año 2021 d. C. los 8.000 millones de personas.

También podemos tener conciencia del alcance real de la pandemia de la covid-19 que nos desestabiliza y atemoriza: 275 millones de personas infectadas y 5,4 millones de muertes durante estos dos últimos años. Con todo, el balance entre nuevos nacimientos y defunciones -por todas las causas y patologías- es netamente favorable a la pulsión de la vida. Cerraremos 2021 con un incremento de la población mundial de más de 80 millones.

Sin desmerecer ni un ápice la amenaza que representa la covid-19 para la humanidad ni dejar de insistir en la importancia vital que tiene que cada un@ de nosotr@s adoptemos las máximas medidas de protección (con la vacunación como instrumento esencial de esta estrategia sanitaria), también es necesario contextualizar el impacto concreto de la pandemia. Y, en especial, resaltar que la vida continúa triunfando sobre la muerte.

El nacimiento de un@ niñ@, siempre que sea desead@ por sus progenitores o por su madre, es el acontecimiento más maravilloso y feliz que nos regala la existencia. La alegría por la llegada de una nueva vida es inconmensurable y total. Un bebé es lo mejor y lo más excelso que los humanos podemos encontrar y tener en el planeta Tierra.

Ahora que estamos inmersos en estas extrañas celebraciones navideñas de este año, con la pandemia atacando nuevamente y la economía que zozobra, es bueno recordar la raíz y el origen de esta festividad, que enlaza con el Solsticio de invierno de las antiguas civilizaciones y de la masonería: la felicidad inigualable por el nacimiento de un@ niñ@ (para los cristianos, la divinidad de Jesús) o por el renacimiento victorioso de la luz en medio de las tinieblas.

Hemos focalizado la Navidad en una serie de rituales y tradiciones artificiales: la decoración de las calles y de las casas, los regalos, las comidas en familia, el cava y los turrones… y hemos olvidado la esencia de la celebración: un canto a la vida y a la esperanza, al amor, a la hermandad y a la solidaridad, a los valores que todos guardamos en nuestro corazón y que, desgraciadamente, tenemos encarcelados y reprimidos por ridículos intereses y complejos egoístas.

Tod@ niñ@ que nace tiene derecho a vivir en un mundo armonioso y acogedor. Este tiene que ser, ahora y siempre, el compromiso de nosotros, los adultos. Por eso, es bueno recordar y recuperar el espíritu de la Navidad o del Solsticio, que transciende, a lo largo de los siglos, todas las religiones y todas las creencias espirituales.

Podemos convertir este planeta azul en un lugar maravilloso, donde la vida sea fácil y alegre para todo el mundo. Hemos conseguido adelantos científicos y tecnológicos increíbles que, fuera de la tiranía de la mercantilización, nos pueden ayudar de manera determinante a conseguir este objetivo, racional y noble, en beneficio de toda la humanidad, sin excluir ni desterrar a nadie.

En estos días donde las rutinas laborales se detienen, es un buen momento para reflexionar e intentar entender qué hacemos en este rincón perdido del Universo y qué sentido tenemos que dar a nuestra existencia. Nadie ha dicho que gestionar la complejidad de la comunidad humana para ponerla al servicio del bien común sea pan comido.

Pero, a buen seguro que, si ponemos en marcha nuestras mejores intenciones y nuestra mejor voluntad, si dejamos que hable el corazón y nos dedicamos a prestar atención al bienestar de los demás, el mundo puede mejorar sustancialmente. La humanidad busca, desde la profundidad de los tiempos, este paraíso perdido y hay que decir que la llave para acceder a él se esconde en tod@s y cada un@ de nosotr@s.

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