La ficción supera la realidad en la crisis del banquillo del Barça

Laporta destituyó a Ronald Koeman a cinco puntos del líder, la misma distancia que el Chelsea le saca al Manchester City en la Premier

Pep Guardiola
Pep Guardiola

El mundo del fútbol tiende a moverse cada vez más por las apariencias que por la realidad. Por ejemplo, en el futbol inglés no queda un solo aficionado, de sus millones de seguidores, que pueda sentirse propietario de su club, sea del Liverpool, del Arsenal o del Manchester United. Son clubs SA, algunos en bolsa, pertenecientes a millonarios o a corporaciones.

Y aun así, cuando la Superliga tradujo a una competición cerrada, elitista y presuntamente muy rentable esa cruda e indiscutible realidad, fueron millones de esos simples abonados a los estadios o a plataformas de futbol de pago, compradores de camisetas y consumidores de merchandising quienes se la cargaron oponiendo al proyecto el valor de su vinculación emocional. Incluso el gobierno británico amenazó con sacar los tanques a la calle antes que permitir arrebatarles lo único que les dejan ser, simples aficionados, simpatizantes de uno u otro club, orgullosos de su historia y de la transmisión del recuerdo de aquel otro fútbol que vivieron sus padres, abuelos y antepasados.

El fútbol, por decirlo, de otro modo, se vive hace años en modo ficción, superlativamente en el caso del FC Barcelona, club que ha llegado al extremo de arrastrar a la totalidad de su gente y de su entorno, la propia vida y dinámica del club, exclusivamente al escenario mediático, irreal, tensionado, convulso y narrado por una prensa que ha acabado siendo víctima de ese propio circo.

Tanto es así que, si se intenta analizar la situación del club, social, económica y deportiva, desde un ángulo y perspectiva distintos, sin la mente calenturienta de los medios y de la poderosa influencia del poder, básicamente el de una junta directiva aferrada a sus propios intereses y negocios, los pilares que sostienen ese otro espectáculo se derrumban.

Sirva como ejemplo el cese inevitable de Ronald Koeman a manos de un presidente que, habiendo resistido lo indecible, más allá del deber y de la paciencia humana soportable, se ha visto en la obligación de destituir al entrenador, decisión tan drástica y de urgencia finalmente adoptada sin ni siquiera disponer de un entrenador de recambio.

Cabe preguntarse por qué motivo un presidente electo hace siete meses aún no ha encontrado un técnico disponible para el mejor club del mundo, aparentemente el sueño de la vida de cualquier jugador o entrenador. La respuesta es la misma, se busca al entrenador perfecto, que no existe, y se descartar al ideal o al competente porque nadie se quiere jugar la presidencia con una decisión valiente y firme pero que exige resistencia en los momentos de crisis, que siempre los hay, y que comporta riesgos.

Ronald Koeman era el entrenador perfecto por si las cosas iban mal o peor, sabiendo que a la fuerza no podían mejorar dado que su continuidad era, por parte de Laporta, un acto de cobardía, un gesto defensivo y de puro miedo, un parche que él mismo envió al infierno desde el momento en que, admitió, lo mantuvo en el cargo porque no encontraba a nadie más. Ningún vestuario juega para un entrenador condenado y sin autoridad.

Lo que Joan Laporta nunca se atrevió a decir, alto y claro, fue la verdad, que simplemente necesitaba un chivo expiatorio para cuando llegara el momento en que el mejor jugador de todos los tiempos, Leo Messi, dejara de solucionar el 80% de los partidos sólo con sus goles, su presencia y su influencia en un estilo de juego que, sin él, debilita extraordinariamente el modelo.

Ausente Leo, el Barça no posee la capacidad para dominar los partidos ni romper las defensas como solía hacerlo, sea contra el Bayern Munich o contra el Alavés.

Tampoco la prensa, con más sed de sangre contra el entrenador de Bartomeu que el propio Joan Laporta, ha incluido en el riguroso examen del equipo ese factor de peso que, precisamente, determinaba las diferencias en el campo. La crítica ha sido atroz, inflexible e inexcusable, exigiendo a un equipo con media docena de juveniles y sin Messi que compitiese por todos los títulos como si nada hubiera pasado.

Si la gestión técnica de Koeman puede ser cuestionable y opinable, porque el fútbol es así, abierto a todas las críticas, su permanencia en el alambre, dos veces destituido antes de la tercera y definitiva, reflejaba la inconsciencia y la debilidad de Laporta, sus terribles dudas y la manifiesta certeza, contra ese prestigio y arropo que le otorga la prensa, de ser un presidente incapaz de apostar por un entrenador en el que crea verdaderamente.

Hoy le domina el pánico porque, ciertamente, ni quiere ni le gusta Xavi ni sabe cómo demonios actuar después de haberse contradicho y puesto el listón demasiado alto: “En el Barça no hay temporadas de reflexión y perder tiene consecuencias”, máximas que si se aplican a su propia dinámica y resultados sólo hacen que avergonzarle.

Fuera de ese contexto, un callejón sin salida en el que el propio Laporta se ha metido de cabeza, se produce el apocalipsis, una derrota en Vallecas que dejó el Barça a cinco puntos del líder, la Real Sociedad, equipo al que el Barça había goleado y superado en la primera jornada por 4-2.

¡A cinco puntos! Por comparar, esa es la distancia que le saca el Chelsea, líder de la Premier League, al Manchester City de Josep Guardiola, el equipo que más dinero ha gastado en fichajes durante los últimos años. Mientras el City ha pagado esa temporada 110 millones por un solo jugador, Jack Grealish, el Barça se ha deshecho de Messi y de Griezmann y reforzado gratis con Memphis, Éric Garcia y Kun Agüero.

El defenestrado técnico holandés ha dejado en herencia, pese a la terrible presión a la que ha estado sometido, una serie de futbolistas como Araujo, Mingueza, Pedri, Nico, Gavi o el propio Ansu Fati que han pasado de valor cero en el mercado a por lo menos 300 millones de cotización.

En el momento de la tragedia, sin embargo, los medios lo han expuesto conveniente y convincentemente, como un desenlace inevitable, previo y necesario a la llegada del nuevo mesías del barcelonismo, Xavi. La apariencia debía ser la de un cataclismo y el justificado desenlace el paso del holandés por la guillotina.

¿Por qué razón, en las mismas circunstancias que se encuentra hoy Pep Guardiola en la Premier, a cinco puntos del liderato, no existe ninguna crisis ni se cuestiona el trabajo del entrenador?

La respuesta es doble. En primer lugar, porque a estas alturas de la temporada resulta imposible, por no decir temerario e inconsciente, plantearse ninguna medida del mismo calibre de la adoptada en el Barça. En segundo lugar, coincide en ambos entornos mediáticos la existencia de un poderoso control del mensaje periodístico, con la diferencia de que allí, como aquí, la prensa no discutiría nunca, al contrario, el papel de Guardiola mientras que en Barcelona la consigna era disparar a matar contra Koeman y nunca contra Joan Laporta. Menos aún si el “premio” es que venga Xavi.

Igualmente, tarde o temprano, la realidad se abrirá paso. Esto sigue siendo un espejismo.

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