La huelga general de clase, una curiosidad arqueológica

Desde hace tiempo se evita olímpicamente la molesta expresión clase obrera, sin duda con la esperanza de que algún día, a fuerza de omitirla, desaparezca el concepto. Vano empeño: por mucho que queramos tapar el sol con la mano, el sol existe. Y brilla por su existencia. Al igual que la clase. La clase obrera. Un sector de la población que podrá haber cambiado mucho desde la época de Marx -nadie lo duda-, pero que ahí sigue. Y para orillar el nombre, se recurre a expresiones como los sectores vulnerables o  desfavorecidos; incluso Unidas Podemos llegó a emplear algunas francamente hilarantes, como “La Gente” o “Los de abajo”.

En España, la última huelga general de clase (obrera) se declaró hace nada menos que casi una década. Fue el 29 de marzo de 2012. Desde entonces lo único que hemos tenido han sido huelgas generales de género, también llamadas feministas (las cuales, a diferencia de los paros de clase, han devenido casi canónicas, convocándose puntualmente cada año), e incluso huelgas generales de país (signifique esto lo que signifique), declaradas por sindicatos pero promovidas directamente por la Generalitat; es decir, por el propio poder político independentista: toda una anomalía.

Llegados a este punto, la pregunta es obvia: ¿Por qué hace casi diez años que no se convoca una huelga general en defensa de la clase obrera? O más exactamente: ¿por qué hace casi diez años que CCOO y UGT -las únicas organizaciones con fuerza para hacerlo- no las convocan?

Hay muchas hipótesis, pero es evidente que la falta de motivos no puede ser una de ellas: La Reforma Laboral que se promulgó en 2012, y contra la que se declaró la paleohuelga de ese mismo año, sigue existiendo, pese a todos los globo sondas anunciando su derogación parcial o total. Igual que durante la última década han seguido existiendo el paro y la precariedad laboral, los bajos salarios, la formidable crisis de la vivienda, el fuerte deterioro de la sanidad pública y ahora, un precio de la luz que pronto llegará a los 200 euros megavatio/hora. Sobran, pues, los motivos.

Descartada esta opción, es necesario aventurar otras explicaciones. Por ejemplo, la naturaleza de las dos centrales mayoritarias y el rol que éstas cumplen en el esquema general de una economía de mercado como la nuestra. Se trata de estructuras burocráticas, cuya existencia depende, en gran medida, de fuertes subvenciones públicas. Sabiendo esto, ¿es probable que estas entidades vayan a morder la mano que les da de comer? Ello no significa que no desarrollen una labor, ni que no cuenten con delegados que defiendan los derechos de los trabajadores. ¿Reivindicar? Sí. ¿Manifestarse? También. ¿Denunciar ante Inspección de Trabajo, declarar alguna huelga aquí o allá? Por descontado. Pero ojo: siempre sin poner en peligro el orden natural de las cosas. El mismo orden que impide, precisamente, la emancipación de la clase obrera (al fin y al cabo, el ideal fundacional de la izquierda). Y una huelga general pone en entredicho ese orden, siquiera por un día.

Siempre desde esta perspectiva global, nuestro mundo funcionaría más o menos así: el poder económico es el amo y, por tanto, el amo manda. Pero somos una democracia, y debe crearse la fantasía de que no vivimos en un orden tiránico, sino que las cosas se hacen teniendo en cuenta a la gente. Pues bien: los sindicatos mayoritarios funcionarían como coartada para demostrar que el poder económico manda teniendo en consideración a los mismos a los que oprime (cosa que, por supuesto, no es cierta). Así, junto a la defensa de ciertos derechos laborales, estos sindicatos ejercerían también una labor de control social de masas, garantizando que éstas acepten su destino más o menos resignadamente, a cambio de las migajas que les ofrece el sistema. De este modo proporcionan la paz laboral que éste necesita para existir.

Susana Alonso

Algunos objetarán que precisamente ésa, y no otra, es la tarea de un sindicato: negociar lo que se pueda dentro de un orden dado, sin ponerlo en cuestión. Pero permitámonos pensar que los sindicatos pueden llegar a ser algo más, la palanca que haga posible cambiar un sistema injusto. Mientras tanto, las grandes centrales seguirán siendo lo que son: el reflejo de nuestro propio inmovilismo, de nuestro conformismo. Porque, ¿cuántos de nosotros estaríamos dispuestos a arriesgarlo todo, en una acción contundente, para cambiar nuestra condición? Mirémonos al espejo y seamos honestos.

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