La Diada tiene que ser la fiesta de la paz

Para poder devenir una sociedad “rica y llena” -como reza el himno de Cataluña-, tenemos que saber, antes que nada, dónde estamos. La historia evoluciona y los parámetros cambian. Si queremos sobrevivir, hay que estar siempre muy atentos a nuestro entorno cambiante y a los vectores determinantes que marcan el futuro.

Obviamente, no es lo mismo la Cataluña del año 1347, que la del 1540, que la del 1706, que la del 1859 o la del 1983. La sociedad catalana de hoy está plenamente integrada en la dinámica de la Unión Europa, que reúne 27 estados y 450 millones de habitantes.

Las inercias del pasado nos llevan a focalizar Madrid como la ciudad donde reside el poder que nos manda y condiciona. Error. Todavía no lo visualizamos con nitidez -ya sería hora-, pero nuestra capital de referencia es Bruselas, sede de las instituciones comunitarias, y cada vez lo será más.

Tenemos que tener muy claro que, si la crisis financiera del 2008 o los estragos de la pandemia de la covid-19 nos hubieran pillado fuera de la Unión Europea, la catástrofe, en España, habría sido de dimensiones bíblicas y estaríamos hundidos en la miseria colectiva. Es gracias al hecho que llevamos euros en el bolsillo que nuestra economía todavía flota, que podemos pagar las pensiones y que mantenemos la inflación a raya.

Por lo tanto, para poder estar al día y saber por dónde sopla el viento, tenemos que tener un oído permanente en Bruselas. Y los mensajes que nos llegan de la capital europea son muy claros: 1) la prioridad es consolidar y ampliar la Unión, con la progresiva incorporación de nuevos Estados miembros (Serbia, Bosnia-Herzegovina, Albania…), para crear un bloque geopolítico compacto y con capacidad de tratar de tú a tú con las otras grandes superpotencias planetarias; 2) el Viejo Continente se tiene que convertir en la vanguardia mundial de la transición energética y ecológica en el proceso de descarbonización y de lucha contra el cambio climático.

En este contexto y en un mundo definitivamente globalizado, la pretensión de los independentistas catalanes -que tienen la mayoría en el Parlamento y gobiernan la Generalitat- de consumar la ruptura y la separación de España es, sencillamente, una regresión política inviable. Los líderes europeos trabajan para estrechar la unión y fomentar la armonización y la integración, en todos los niveles, entre los países miembros, para crear una ciudadanía con los mismos derechos y los mismos deberes.

Ir en contra de esta potentísima corriente de la historia, como hacen nuestros independentistas, es ridículo, estéril y contraproducente. Les hacen falta, con urgencia, unas buenas gafas para ver más allá del mantra amnistía, autodeterminación y referéndum.

Si en Madrid y en Barcelona hubiera mentes preclaras, se trabajaría para fortalecer el entendimiento y la colaboración entre ambas ciudades –las más importantes al sur de los Pirineos- para defender sus intereses comunes en Bruselas, en beneficio de todos. El síndrome del fútbol, la histórica rivalidad entre merengues y culés, no se puede trasladar al ámbito de la política. El fútbol es entretenimiento y la necesidad de hacer un frente común Madrid-Barcelona es una cuestión de inteligencia y de futuro.

En Cataluña hemos sufrido un empacho de historia (la República de Pau Claris, la Guerra de Sucesión, la asonada de Octubre del 1934, la derrota de la II República en la Guerra Civil…) y hemos hecho una mala digestión, que nos ha nublado el cerebro. El pasado es pasado y no podemos ser como unos burros dando vueltas y vueltas alrededor de la noria.

El relato del proceso independentista se ha querido identificar en gestas pretéritas que hoy están totalmente difuminadas y amortizadas por el paso de los siglos. Jugar a ser Pau Claris, el general Moragues, Francesc Macià o Lluís Companys puede ser divertido, siempre que todo quede en un pasatiempo lúdico. Pero intentar revivir estos espectros del pasado en pleno siglo XXI, convirtiéndolos en referentes de la acción política para gobernar el presente, es una excentricidad impropia de personas que tienen responsabilidades públicas.

Entonces, el juego ya no tiene gracia y deviene muy peligroso. Es como si Emmanuel Macron se considerara la reencarnación de Napoleón o Boris Johnson quisiera ser el almirante Nelson. Serían apartados de sus funciones de manera fulminante.

Este sábado vuelve el Once de Septiembre. Después de los desgraciados acontecimientos que hemos vivido en los últimos nueve años, sería el momento de recuperar esta Diada, dándole la dimensión que merece realmente: el recordatorio cívico de la tragedia que sufrieron hace 307 años los habitantes de Barcelona durante el asedio de la Guerra de Sucesión. Intentar extrapolar este episodio bélico más allá del contexto histórico en el cual se produjo es, hoy, una pésima estrategia que nos equipara con los movimientos más reaccionarios que pululan por Europa.

Me gustaría poder volver a celebrar la Diada del Once de Septiembre. Pero sin camisetas uniformadas, ni consignas, ni confrontación política, ni disturbios, ni “mal rollo”. Me gustaría recuperar una Diada festiva, digna y abierta a todo el mundo que, a partir de unos hechos dramáticos que pasaron en 1714, exalte el deseo y el gozo de vivir en paz. Me temo, sin embargo, que este año tampoco podrá ser.

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