Cuando la vida de un obrero no vale ni 200 euros

Xavi Cayuela Camilo tenía 19 años. Y un futuro por delante. Hasta que un día se cruzó en su camino la empresa CIDAC, dedicada a la fabricación de rollos de tela asfáltica y radicada en Cornellà de Llobregat. Desde que entró a trabajar en ella, Xavi fue obligado -él, que prácticamente era un niño, con sus diecinueve años recién cumplidos- a un carrusel de abusos y arbitrariedades. No sólo él: Ángel Figueras, un amigo que tuvo que abandonar la empresa por estrés el pasado diciembre, relata jornadas interminables de 12 horas -algunos operarios llegaban a trabajar hasta catorce-, trabajo en fines de semana, cambios de turno de un día para otro… Esto en España, el primer país del mundo que aprobó, en 1919 y tras una dura huelga, la jornada laboral de ocho horas.

Las extenuantes jornadas eran, sin embargo, solo un aperitivo, una pequeña parte de ese retorno a los infiernos de la Primera Revolución Industrial que suponía CIDAC: no se proporcionaban EPI (Equipos de Protección Individual) a los trabajadores. Ni mascarillas, ni guantes, ni botas… Sólo un triste polo. Máquinas que eran antiguallas de hace setenta años, ratas…

Llegamos ahora al nudo de la historia, preludio del terrible desenlace. Recordando el destino fatal de las tragedias griegas, la inevitable moira que se abate sobre los hombres en un momento dado, Xavi no tenía que haber sido destinado a la máquina que finalmente le mató. Su cometido en la empresa era otro, pero eventualmente le iban cambiando de puesto: igual le hacían conducir un toro sin tener carné para ello -una auténtica temeridad- que le ponían a manejar las máquinas que producían los rollos de tela asfáltica. Como sucedió, desgraciadamente, el pasado 30 de abril.

Estas máquinas están provistas de unos sensores que paran automáticamente su mecanismo si detectan que un cuerpo extraño entra en el espacio de la máquina.

Susana Alonso

Pues bien: los sensores estaban estropeados. No sólo los de la máquina de Xavi, los de todas. Estropeados y desactivados. Ahora veremos por qué. El compañero de Xavi había advertido una semana antes de los hechos que los sensores no funcionaban, que así no se podía trabajar. Tras evaluar la situación, un electricista cifró en doscientos euros el coste del arreglo de los sensores de cada máquina. Y, según relata el operario, la compañía se negó a pagar esa cantidad. Dio, por el contrario, la orden de “puentearlos”, es decir, de desactivarlos. En el pasado ya se habían cursado varias denuncias a través de la web de Inspección de Trabajo, denuncias que a día de hoy siguen empantanadas en el limbo de los trámites en curso, que nunca acaban de resolverse.

Llegamos así al día fatídico, el 30 de abril. El compañero de Xavi se ausenta por un momento, dejándole solo ante la máquina. Y en ese instante fatal, el artilugio, desprovisto de sensor, engancha la manga del joven trabajador. Y tras la manga, su mano, su cuerpo entero. El compañero, devastado por la culpabilidad, lleva ya un mes de baja por enfermedad, víctima de la depresión. En cuanto a la familia, es fácil imaginar su estado.

¿Ha habido algún atisbo de humanidad, de contricción por parte de CIDAC?  “No han dado la cara” -denuncia Paco Marín, tío de Xavi- “no han sido capaces de dar el pésame a la familia, de enviar un ramo de flores al Tanatorio. Nada”. Cuando el abogado de la familia se puso en contacto con uno de los gerentes, la respuesta de éste retrata su inmensa vileza, su miseria humana: “usted conmigo no tiene que hablar nada; si acaso, con mi abogado. Mañana nos reuniremos a ver si le pagamos el entierro al niño o no”.

Como puede verse, lo de Xavi Cayuela no fue un “accidente”, una desgraciada fatalidad. Tampoco una excepción, una anomalía en un país con una legislación modélica al respecto: la siniestralidad laboral provocó en 2020 708 muertes, cifra comparable a la de accidentes de tráfico (870) y muy superior a la causada por la violencia machista (45), pese a lo cual es un fenómeno prácticamente invisible, ausente de los medios de comunicación y del debate público. Una invisibilidad a la que se suma una inaudita pobreza de recursos destinados a combatirlo, situación que Paco Marín resume a la perfección con la frase “sólo hay cincuenta inspectores de trabajo para quinientas mil empresas existentes en la provincia de Barcelona”. Tanto despropósito no puede ser algo casual.

¿Opacidad, desidia, mezquindad, codicia? Desde luego. Pero no seamos ingenuos, llamemos a las cosas por su nombre: Capitalismo. Puro y duro.

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