«Los Juegos Olímpicos fueron el último gran momento plural de Cataluña»

Entrevista a Jordi Canal

Profesor investigador en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París, y profesor invitado en universidades europeas y americanas. Es autor, entre otros libros, de El carlisme catalá dins l’Espanya de la Restauració, y Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña. Ahora, publica 25 julio 1992. La vuelta al mundo de España.

 

¿Desde dónde parte esa «vuelta al mundo de España»?

El título es algo querido. Busca un poco, digamos, de intriga en esa vuelta al mundo, que se va desgranando hasta que, al final, se cuenta. En el fondo, es volver a existir para el mundo. La tesis que recorre el libro es que España ha estado desaparecida durante casi un siglo, grosso modo desde la Guerra de Cuba, de 1898. No ha participado en las guerras mundiales, los organismos internacionales no quisieron la dictadura de Franco. De hecho, persistía también una imagen de España relativamente negativa procedente de la famosa “leyenda negra”. Lo que sostengo es que, en 1992, con los Juegos Olímpicos; a lo que hay que sumarle la Expo de Sevilla, la capitalidad cultural europea de Madrid, la segunda cumbre iberoamericana… Fue un gran escaparate que mostró al mundo, a millones de personas, que España era otra España. Una España moderna, que estaba creciendo económicamente, que se había democratizado, que quería decir cosas en el mundo. Un año antes, España había organizado la primera gran reunión para poner de acuerdo a israelíes y palestinos. España quería existir en el mundo, mostrar cómo era. Y el escaparate de los juegos fue una gran muestra, que elevó el nivel de percepción de lo que era. Ese es el juego: España abandonó el mundo en el siglo XIX y volvió a él a finales del XX.

25 de julio de 1992 es, digamos, la fecha mágica de ese retorno…

El libro forma parte de la colección que yo diseñé para explicar la historia de España del siglo XX, en siete días, partiendo de una fecha concreta para explicar un momento. De ahí, tomar el día de la inauguración de los Juegos Olímpicos, para contar una época.

¿Podrían explicarse, a día de hoy, en un fresco, las realidades de aquel paisaje de hace ya casi 30 años?

Digo que el 25 de julio del 92 es muy importante para Barcelona, como para Cataluña y para España. Para Barcelona, es evidente la capacidad de haber organizado unos Juegos, que el propio Samaranch calificó como los mejores hasta aquel momento, y mostrar que la ciudad había cambiado significativamente. Todas las grandes obras de la Barcelona que conocemos ahora son de ese momento. Se aprovecharon los Juegos para cambiar la ciudad. Fue el último gran momento de una Cataluña realmente plural, bilingüe, mestiza, aunque el pujolismo estaba ya trabajándose la “nacionalización”. Era todavía una Cataluña que podía haber ido hacia otras vías, que no han sido las que nos han llevado finalmente al procés. Por eso digo en un capítulo que es una suerte de canto del cisne, el último gran momento de la Cataluña abierta. Y para España, el 92 permite mostrar que ha tenido una transición exitosa a la democracia, que está creciendo económicamente, que se está resituando en el mundo. Es una suerte de final de una transición de éxito. Otra cosa es que, luego, en la década siguiente, muchas de esas cosas se perdieron, o no se supieron utilizar.

¿La acción de España en Europa no es algo que también contribuye a generar un nuevo marco de referencias que trastoca, de algún modo, la foto del 92?

Europa tiene un rol importante. Esta modernización de España de los 80 tiene que ver mucho con Europa. Una de las claves de ese proceso de transformación de España es la entrada en la Comunidad Europea. Algo que siempre le había sido negado al franquismo. En la transición, Francia hizo todo lo posible para crear dificultades, quizá pensando en la competencia agrícola de España. España es un país muy europeísta, y esto se nota en las ceremonias de apertura del 92, y más en las de clausura. Pero ese es un momento en el que el europeísmo comienza a tener problemas, que se reflejan, por ejemplo, en los referéndums en distintos países. Algo que estamos viviendo también ahora.

A contracorriente de este movimiento de apertura e internacionalización, en Cataluña se produce un giro de vuelta al campanario…

El nacionalismo catalán de la época de Pujol e incluso el de algo después era un nacionalismo que se reclamaba muy europeo. Ellos pensaban que Europa les permitiría saltar por encima o, como mínimo, orillar un poquito a España. Más Europa significaría menos España, aquella idea que luego recoge también Maragall: la Europa de las naciones. En la etapa del procés también se reclamaban muy europeístas, hasta que Europa dijo claramente que las cosas había que hacerlas bien. Lo del provincianismo lo veo como un elemento que ha presidido ese proceso que yo llamo de “nacionalización”, de la etapa pujolista, que ha continuado. Esa obsesión responde a la repetición permanente de que Cataluña es una nación. Cosa que explica por qué los nacionalistas están obsesionados con la Historia. Hay que demostrar que Cataluña es una antigua nación, y como toda nación se merece un Estado.

Cita en su libro la presencia en la tribuna de los Juegos del 92 de Maragall, Pujol, González, Samaranch y el rey Juan Carlos ¿Qué significado tiene esa foto?

Utilizo la foto como estructura del libro, porque refleja bien lo que es ese momento. En primer lugar, lo que son los Juegos y de que institucionalmente las cosas se hicieron bien. El Rey tuvo un papel muy importante, porque al principio nadie se creía lo de los Juegos incluso, en la etapa de Calvo Sotelo, hubo oposición a ellos. En el Comité Olímpico español cuando lo lanzaron Narcís Serra y Samaranch, no lo veían claro. Fue la intervención del Rey en 1981-82, lo que hizo que todo el mundo se apuntara a los Juegos. Maragall tomó el relevo de Narcís Serra y vio allí la posibilidad de cambiar Barcelona. Felipe González creo que soñaba con hacer algo que mostrara los frutos de sus años de Gobierno. Samaranch, una figura quizá subestimada, quería hacer algo en su ciudad. Había, desde luego, distintos enfoques. Samaranch y los empresarios querían unos juegos más financiados por el sector privado, como había ocurrido en Los Ángeles. Maragall algo más público, que fue lo que finalmente funcionó. Quizás, la institución que más problemas creó fue la Generalitat.  Puso muy poco dinero. Quien pago los Juegos, de verdad, fue el Gobierno. Pujol temía que los Juegos encumbraran a Maragall, como así ocurrió, y también que fueran utilizados para españolizar Cataluña, en pleno proceso de “nacionalización” que estaba llevando. Hizo un doble juego. Por un lado, decía que colaboraba plenamente con los Juegos y, al mismo tiempo, lanzaba las juventudes nacionalistas a boicotearlos. Era la etapa del “Freedom for Catalonia”, en la que estaban los hijos de Pujol, de Penafreta, y algunos de los que luego han sido líderes del procés: Sánchez, Madí, Forn…

Los juegos eran un traje que debía caerle demasiado ancho a un nacionalismo que, como casi todos, se siente más a gusto en el terruño que en la universalidad…

La Generalitat también tuvo dificultades para intervenir en el diseño de las ceremonias. En lugar de aquella fiesta que organiza Peret, ellos querían un concierto de rock catalán. El propio Pujol, después de la ceremonia, reconoce que no había visto ninguna apertura, pero que esta había sido la mejor. Aunque, añade que, a él, lo que realmente le había gustado eran las cosas catalanas. Los juegos y en especial la inauguración presentaron una imagen de otra Cataluña, no de la que querían Pujol y los nacionalistas. Una Cataluña cosmopolita, mezclada, proyectada…

“Todo subsiste, pero nadie cree en las viejas formas”, decía Kierkegaard refiriéndose a la época de la decadencia griega ¿Cuánto perdura de aquel 1992?

Han quedado las cosas materiales. Paseando por Barcelona o por Sevilla, eso es evidente. Las otras, en cambio, se han difuminado. Barcelona ha cambiado mucho. Cataluña ha cambiado enormemente, y España también. Nuestra sociedad es muy presentista. Todo lo percibe a partir del presente. Eso se ha visto muy bien con todos los escándalos de Juan Carlos I. Si se pregunta que se piensa del Rey, rápidamente se suelta lo próximo y se olvida de que esa misma persona anteriormente hacía otras cosas. Algo que afecta a la propia tarea de los historiadores, en la medida en que reclama nuevas maneras de comunicarnos con los lectores. No hay que perder nada de rigor. Simplemente, se trata de contar las cosas de forma distinta. En este sentido, el libro es un fragmento que solo pretende facilitar la lectura de un momento.

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