Contra la meritocracia

Michael J. Sandel, catedrático de ciencias políticas en la Universidad de Harvard y premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, publicó en 2020 The Tiranny of Merit: What’s Become of the Common Good?. Albino Santos Mosquera lo ha traducido para Debate con el título: La tiranía del método. ¿Qué ha sido del bien común? Prólogo, siete capítulos, conclusión, un excelente índice alfabético y más de 50 páginas de notas. Recojo una de las historias, la cuenta el autor en las conclusiones.

Henry Aaron, uno de los más grandes jugadores de béisbol de la historia, se crió en el Sur de USA, en tiempos de segregación racial. Howard Bryant, autor de una biografía del jugador, cuenta que el joven Henry vio con frecuencia cómo su padre tenía que ceder obligatoriamente su sitio en la cola a cualquier ciudadano blanco que entrara en una tienda. Cuando Jackie Robinson (1919-1972) rompió la barrera de color en el béisbol profesional, Henry sintió la inspiración que necesitaba para convencerse de que también él podía jugar algún día en las grandes ligas. Tenía entonces 13 años.

Sin bate y bola con que entrenarse, su familia no podía permitirse esos lujos, practicaba con lo que tenía a mano, probaba a batear con un palo tapones de botella que le lanzaba su hermano.

Muchos años después Aaron terminó rompiendo el récord de jonrones (home runs) de Babe Ruth en toda su trayectoria como jugador profesional. Bryant, el biógrafo, concluye que “podía decirse que batear fue la primera meritocracia que Henry experimentó en la vida”.

Susana Alonso

Sandel señala que cuesta leer esas palabras sin quedarse prendado de la bondad y belleza de la meritocracia, sin considerarla una respuesta definitiva a la injusticia, sin sentirla como una reivindicación del talento y el esfuerzo frente al prejuicio, el racismo y la desigualdad de oportunidades. No es difícil inferir de ello que una sociedad justa es una sociedad meritocrática en la que todos/as tengamos las mismas posibilidades de ascender hasta donde nuestro talento, habilidades y esfuerzo nos lleven.

Sin embargo, nos advierte Sandel, la moraleja de la historia de Aaron no es esa, es otra muy distinta: deberíamos aborrecer cualquier sistema de injusticia racial (o de cualquier otro tipo) del que solo se pueda huir anotando jonrones (o encestando 40 puntos por partido). La igualdad de oportunidades es un factor corrector de la injusticia, un factor necesario, pero es esencialmente, matiza Sandel con razón, un principio reparador, no un ideal adecuado para generar una sociedad buena.

No es fácil tener siempre presente esta distinción. Inspirados por el heroico ascenso de unos pocos, solemos preguntarnos qué hacer para que otros puedan tener también la capacidad de huir de las condiciones que los ahogan. En vez de reparar esas condiciones injustas, forjamos una política (errónea) que hace de la movilidad social (el llamado ascensor social o expresiones afines) la respuesta a la desigualdad. Pero no es eso, no debe ser eso.

Derribar barreras es bueno, concluye Sandel. Nadie debería quedar relegado por la pobreza o por cualquier prejuicio (raza, etnia, sexo, edad, clase social, orientación sexual, etc). Pero una sociedad buena, una sociedad que merezca llamarse así, no puede tener tan solo la premisa de escapar de las situaciones de ahogo. Concentrarse exclusiva o principalmente en el ascenso social -la izquierda lo ha hecho en muchísimas ocasiones- contribuye muy poco a cultivar los lazos sociales y los vínculos cívicos que quiere una sociedad verdaderamente democrática, social y humanizada. Una sociedad que pudiera facilitar esa movilidad ascendente (cosa que, ciertamente, es cada vez más difícil e irreal) necesitaría cuanto menos hallar formas de hacer posible que quienes no ascendieran florezcan allá donde se encuentran y se vean a sí mismos como miembros de un proyecto común, sin que ese proyecto común sea un falso proyecto nada común dirigido por unos pocos en su propio beneficio.

La meritocracia no es una filosofía de izquierdas, no es una filosofía que reporte serenidad y apunte por sí sola a la justicia. No garantiza una sociedad buena, una sociedad donde todas y todos, independientemente de nuestras habilidades y de nuestra suerte, seamos tratados con respeto, amor y humanidad. Nuestro reto, nuestra utopía posible.

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