El Triangle

Imprudentes saboreando la libertad

Xavier Ginesta

Periodista i professor de la UVic-UCC
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Al final del toque de queda también le siguió la apertura de los estadios de fútbol y los pabellones de baloncesto al público. Incluso, saber que habría 6.000 espectadores en la final de la Champions League, que finalmente se jugará en Oporto, o que los partidos de la selección española durante la Eurocopa de este verano también podrán contar con un 25% de aforo en las gradas. Parece que el ocio nocturno ya tiene esperanzas de recuperar la normalidad, a pesar de que las patronales sectoriales no tienen muy claro si las medidas acabarán beneficiándolos o no. Como decía el periodista Pere Cullell en El Món a RAC1, «la recuperación de la normalidad irá para largo y no siempre se podrá hacer con prudencia». Una frase que resume, perfectamente, la situación en que nos encontramos estos días.

La pandemia no ha desaparecido a pesar de que cuando cayó el toque de queda pareció que el Barça o el Madrid hubieran ganado la Copa de Europa, que había consenso para avanzar las fiestas mayores en todo el territorio o que se había llegado a la Nochevieja antes de tiempo. Las imágenes festivas en todas partes, la mayoría de ellas protagonizadas por jóvenes que tenían ganas de desenfreno tras meses encerrados en casa durante la noche, circularon por medios de comunicación y por redes sociales como la espuma. Los y las jóvenes de este país tenían ganas de dejar atrás uno de los peores años y medio de su vida; de hecho, la sensación de que el coronavirus les había literalmente robado todo este tiempo. Lo conocemos bien en las universidades, donde hemos notado una necesidad imperiosa de los estudiantes para recuperar la presencialidad de las clases. La necesidad de re-socializarnos es lógica en este contexto, más cuando lo que define a la especie es precisamente esta capacidad de relacionarnos y compartir conocimiento. Los humanos no hemos sido creados para estar solos y, sobre todo, la mayoría no estamos acostumbrados a sentirnos solos.

Desde el punto de vista de la socialización necesaria para nuestra especie es lógico poder comprender a las multitudes animadas en el Raval, en el paseo del Born, en la plaza Mayor de Salamanca o en no sé cuantos barrios de Madrid. Ahora sí, para muchos las ciudades recuperaban la ansiada libertad. Pero el coronavirus todavía no es historia, y falta mucho tiempo para que podamos plantear que la vida puede volver a la normalidad previa a la pandemia. La esperanza son las vacunas, que ya han demostrado un alto grado de efectividad a la hora de evitar las defunciones. Y las vacunas nos sirven para enfrentarnos y contener el SARS-CoV-2 que, tan sólo en España, las cifras agregadas de su impacto desde el 11 de mayo de 2020 son escalofriantes: según el último informe del Ministerio de Sanidad, el país ha tenido 3.317.544 casos diagnosticados, 242.703 hospitalizaciones, 23.196 pacientes han entrado en la UCI y ha habido 49.058 defunciones.

Susana Alonso

Así pues, aun no podemos bajar la guardia a pesar de las ganas que tenemos de dejar atrás la pesadilla. No se puede hacer en recuerdo de todos aquellos que han sufrido, pero también pensando en todos aquellos colectivos que aún no están vacunados. No se puede hacer recordando, también, a todos aquellos profesionales que en lugar de salir de fiesta para celebrar la llegada de una nueva normalidad estaban dentro de los hospitales y las unidades de cuidados intensivos asistiendo a nuestros enfermos. Muchos de estos profesionales sanitarios han sido jóvenes, también, que ha provisto de manera urgente el sistema universitario: nuestras facultades. Jóvenes que han tenido que afrontar los primeros años en el mercado laboral en situaciones de extrema tensión, en un clima casi bélico; jóvenes como los que gritaban y bailaban sin ningún tipo de medida de seguridad por las calles, posiblemente compañeros en la misma universidad.

La crítica al descontrol que hubo cuando se levantó el toque de queda, además, debería ser extrapolable a como los medios de comunicación lo explicaron. Ciertamente, el trabajo del periodista es radiografiar e interpretar lo que está pasando: hacer de historiador del presente. Pero, en muchos momentos, los medios de comunicación han caído en la trampa de las audiencias, pensando que los que nos lo mirábamos desde casa agradeceríamos saborear también el aroma de libertad que recorría las calles. Al contrario, desde casa la gente quedaba escandalizada, porque seguramente muchos de los que nos resguardamos en ella la noche del sábado a domingo era porque la prudencia y la cordura se había impuesto más que las ganas de festejar que llegaba una supuesta nueva normalidad.

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