Pablo Iglesias vuelve a la casilla de salida

Ayuso no ha jubilado anticipadamente a Iglesias. Desde hace tiempo Iglesias sabía que ya no tenía aura electoral y debía dejar la política partidaria de la forma más hábil posible. El líder histórico de Podemos ha cumplido con el objetivo que tenía de salvar el grupo parlamentario de Podemos en la Comunidad Madrid, y ha aprovechado el ruido mediático para dejar el liderazgo gubernamental de Podemos a Yolanda Díz, vicepresidenta y ministra de Trabajo.

Si hay dos personas que cambiaron la vida a Pablo Iglesias éstas fueron Jesús Cintora y Yolanda Díaz. Cintora fue quien le hizo conocido y un candidato, en un programa como “Las Mañanas de Cuatro” que desplegó, mano a mano con Iglesias, todo un discurso de indignación contra “la casta” en un momento de efervescencia social. Un discurso gamberro, con cierto afán justiciero, que puede ser peligroso porque a veces la antipolítica es capitalizada en última instancia por la extrema derecha.

En 2012 fue Yolanda Díaz quien primero contrató los servicios de Pablo Iglesias para llevarle la comunicación y el discurso de la campaña electoral gallega. Aquello tuvo lugar un año después del 15-M. Por entonces, Iglesias llevaba años estudiando las técnicas de comunicación y de presentación televisiva, hacía sparring tertuliano en Tele K y YouTube, y ya se vendía como spin doctor, es decir, un «Iván Redondo de la izquierda» que quería aplicar un leninismo 4.0 o un anguitismo 2.0, para romper el cerco histórico de la subalternidad y la criminalización (en tiempos de ETA) que hacía imposible que un proyecto de izquierda transformadora creciera a costa del PSOE. Incluso la pretensión era mayor, porque se quería atraer a trabajadores de derechas, asumiendo un discurso transversal, con un neolenguaje simplificador anti-casta, con cierto moralismo anticorrupción, en un terreno abonado por la crisis social, los escándalos del PP y CiU, así como el derrumbe del PSOE tras los recortes de la Troika y la reforma constitucional exprés del artículo 135.

En los primeros años del siglo XXI, los partidos y movimientos sociales a la izquierda del PSOE se frustaban porque realizaban el trabajo de calle (por ejemplo, las manifestaciones contra la Guerra de Irak), y, sin embargo, el PSOE era quien salía en la foto y capitalizaba los votos. Así ocurrió con el fenómeno de Zapatero, en un contexto de elecciones convulsas por las mentiras de Aznar y por la incapacidad de Llamazares de crecer electoralmente (posteriormente hubo una curiosa convergencia entre Zapatero y Podemos). La trampa estaba en que un discurso anti-PSOE limitaba el crecimiento, pero un discurso colaboracionista tampoco mejoraba los resultados. Para poder cambiar ese escenario hacía falta tener un poder mediático propio, y ese es el inicio del camino de Iglesias. Ahora, parece, que retomará el reto. Vuelve a la casilla de salida.

Iglesias por aquel entonces buscaba un candidato que quisiera contratarle para hacerle la campaña. Se habría conformado con que le hubiese fichado Miguel Ángel Revilla, colega de tertulia. Este no quiso, ni tenía previsto presentarse a las generales; probablemente, el cántabro se arrepintió. Cayo Lara también le dio con la puerta en las narices. Después, cuando nace Podemos, el nuevo partido, que contaba con los cuadros de Izquierda Anticapitalista (antigua LCR), necesitaba también los cuadros de IU, pero las técnicas de comunicación de Pablo e Iñigo eran incompatibles con relacionarse con los símbolos de la izquierda. Finalmente se hizo al revés. Primero fue el discurso transversal y el fichaje de ilusionados militantes históricos de IU y de diferentes generaciones de las Juventudes Comunistas que estaban en casa, y posteriormente, a través de Alberto Garzón, incorporaron la organización de IU al proyecto de Podemos con el apoyo de Julio Anguita.

En noviembre de 2014, Podemos llegó a estar en encuestas en primer lugar. La amenaza del sorpasso al PSOE era más que real. No obstante, no tuvo paz interna. Iglesias sobrevivió a la ambición de Errejón, e hizo con éste lo mismo (sin llegar al piolet) que Stalin a Trotsky, después de purgarle le copió el programa: renunció a tomar el cielo por asalto, y estableció una política de alianzas con el PSOE para negociar una coalición postelectoral para el Gobierno español. Podemos, a diferencia de IU, ya no negociaba las carteras de Cultura o Deportes, sino que disputaba el poder de la información interna del Estado y de los canales públicos.

Iglesias representaba a una disfrazada izquierda carnívora (m-l) y Errejón representaba a la izquierda vegana de origen trotskista y anticomunista pero renovada a través de proyectos como el Patio Maravillas. Iglesias, ya parlamentario, había realizado ciertas concesiones: no creía en una ruptura al estilo de Varoufakis, y permanecía leal a Alexis Tsipras, por lo que también encajó como propia la derrota política griega frente a Alemania. La ascensión de Podemos se producía en un momento contracíclico con una izquierda latinoamericana y los BRICS en crisis. Con ese contexto externo hostil y la desmovilización de sus bases, Podemos fue progresivamente integrándose en el sistema; conceptos como casta o régimen del 78 quedaron atrás. Pero hay que decir que la clase política, en reciprocidad, se podemizó, aunque fuera sólo como pose o estilo. Perdido el programa más rupturista, Podemos se quedó como una izquierda reformista keynesiana, eso sí, con visión estratégica y buenas campañas de comunicación. Iglesias tuvo siempre en mente aquello que los fans de barrio obrero pedían en los noventa a los grupos de rock: “No seas un vendido”. Por eso, simbólicamente, preservó la coleta, a pesar de estar sentado durante más de un año en el Consejo de Ministros. Si como oposición consiguió una subida sustancial del salario mínimo, ya como vicepresidente del Gobierno de España, le tocó la pandemia. Aprovechando la nueva política de la UE, ha podido hacer suyos unos presupuestos keynesianos. No obstante, él se va, porque es un político de estrategia y no de gestión, y lo hace antes de que se materialicen las reformas estructurales que pide la Comisión Europea. Lo que también puede ser criticado por oportunista.

Entre sus hitos, en los últimos siete años, está el obtener inicialmente unos extraordinarios resultados, haciendo la cuadratura del círculo, al conseguir una alta votación simultánea en Madrid, en el País Vasco, robándole la cartera a la izquierda abertzale, y en Cataluña, en mitad de un ascendente proceso independentista. Esto era algo inédito, pero también era temporal e inestable por el juego de malabarismos con los discursos ambiguos entre referéndums pactados y patriotismos de servicios públicos. Hay que decir que los amigos portugueses de Podemos (Boaventura de Sousa Santos y el mundo del Bloque de Esquerda) pidieron a Iglesias una movilización conjunta en Barcelona en solidaridad con el proceso independentista en los momentos de vacío de poder tras el referéndum y éste se negó, siendo calificado en privado por los citados portugueses como españolista.

Iglesias quiso tener su dacha de Galapagar para recibir a aliados mientras vivía con su familia. Si durante mucho tiempo el momento populista le había dado cierta protección, e incluso sus simpatizantes le habían perdonado todo; ahora ya no sería como antes, y comenzaría el descenso. No obstante, su caída no fue en picado como el caso de Ciudadanos; Iglesias había logrado tener un fuerte suelo electoral capturando para su proyecto una nueva generación que no se identificaba con el PSOE a pesar de los esfuerzos estéticos de Pedro Sánchez de podemizarse. Iglesias fue el gran mediador y articulador, junto con Iván Redondo, para hacer posible la histórica moción de censura contra Mariano Rajoy cuando se hizo pública la sentencia del caso Gürtel en 2018. En un momento de “autodesconexión” de los independentistas, el exlíder del partido morado supo mantener un diálogo con ellos, lo que por otro lado ahora le ha pasado factura.

En términos demoscópicos, Podemos ha vuelto al tamaño de IU (sin olvidar que Más Madrid es una escisión de Podemos). El vuelo se ha completado. La guerra relámpago, por la ventana de oportunidad de la crisis económica, ha finalizado. Pablo Iglesias tiene 42 años y se puede decir que, con su gente de la Facultad de Ciencias Políticas de Somosaguas, supo traer nuevas perspectivas a la política, debilitar el bipartidismo, y probablemente lo mejor que haya hecho sea la promoción de debates internos de la izquierda en los programas de la Tuerka y, ya más profesional, en Fort Apache, abordando la geopolítica de una manera inteligente más allá de los provincianismos de la izquierda. Asimismo, tejió una red iberoamericana de contactos desde los tiempos de la Venezuela de Chávez, pero dando más énfasis a Bolivia, Argentina y Brasil, donde estableció una gran complicidad con Dilma Rousseff.

Iglesias ahora tendrá tiempo para debatir, sobre todo lo que hizo, en la academia y en sus proyectos televisivos, que es lo que realmente le gusta. Con seguridad, la campaña de ataques recibidos no le habrán sorprendido porque venía de la izquierda antiglobalización y de otras experiencias sociales antisistema. La sorpresa fue haber sido protagonista de aquel momentum populista de 2014. Su nombre estará en los libros de Historia.

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