¿Y si empezamos por recuperar la confianza?

Ya hay resultados. Ya se ha terminado una campaña electoral atípica y ya podemos empezar a caminar. Algunos dirán que no se ha estancado, pero yo pienso que el parón ha sido tan grave, que costará poner en marcha nuevamente un vehículo llamado Cataluña y que ha sufrido un gran destrozo. Afortunadamente, la gente es el eje que le da fuerza y ​​empuje y, si no lo estropea nadie, puede volver a tomar el camino que quiere la mayoría. Todavía no podemos imaginarnos un gobierno que tire del carro. No faltarán obstáculos, tormentas y palos en las ruedas, pero no hay más remedio que levantar la cabeza del bebedero y mirar a la cara a siete millones y medio de catalanes que esperan impacientes que se empiece a pensar en ellos.

Es evidente que no hay una única prioridad. La pandemia lo ha alterado todo: la economía, las relaciones sociales, la salud, la movilidad … Es difícil saber por dónde se debe iniciar la reconstrucción de un país fracturado en todos los sentidos. Se necesitará mucha prudencia y sensibilidad para unir proyectos y visiones diferentes. No sé si serán capaces nuestros políticos de enderezar una situación en la que estamos desde hace una década. El maldito virus ha puesto al descubierto tantas carencias que incluso da vergüenza haberse dado cuenta de la realidad. Todo ello se aguantaba de manera muy rudimentaria y con una cimentación de broma. Cuando las cosas han ido mal, las sorpresas han sido mayúsculas.

Una de ellas la ha sufrido la escuela, la pública, principalmente. El profesorado ha hecho lo imposible para tapar las vergüenzas a la administración, implicándose aún más, aprendiendo de forma inmediata nuevas fórmulas para llegar a su alumnado, intentando apaciguar el desprecio de un consejero adicto a las ruedas de prensa engañosas, donde prometía todo tipo de soluciones, ahora ordenadores, ahora profesorado de refuerzo, ahora desdoblamiento de aulas… Todo ello, el sombrero de un mago que todos sabemos que está vacío. De igual manera, los médicos y personal sanitario, con imágenes que no se borrarán nunca, no solo de enfermos agonizando en los pasillos, sino de personal de limpieza intentando aislarse del virus con bolsas de basura.

Me explica un profesor que no quiere decir el nombre del instituto donde trabaja, que la degradación física del espacio donde da clase es tan grave que se está volviendo a la tiza y la pizarra de toda la vida. El edificio hace aguas por todas partes. La falta de mantenimiento ha comportado que la calefacción, por ejemplo, ya no funciona al cien por cien; muchas ventanas no se pueden ni abrir ni cerrar; los aseos sufren daños estructurales que ya no se pueden reparar si no es con una actuación económicamente inasumible; las paredes hace años que no se pintan y los retroproyectores que se instalaron, quedan inservibles cuando se estropean, incapaces de asumir el coste de la reparación. Los institutos han sufrido un recorte de casi el 50% desde 2008 y han tenido que reinventarse para seguir ofreciendo un servicio de calidad. Es muy difícil volver a trabajar en condiciones que ya no se imaginaban. Me dice que se han perdido las ganas de luchar, que incluso algunos inspectores piden a las direcciones de los centros educativos que no reclamen nada por miedo a represalias, que es más fácil conseguir algo lamiendo ya saben qué. Quedo horrorizado. Me confiesa que su pareja, que es enfermera en un CAP barcelonés, ha tenido que comprar algodón en la farmacia porque en el trabajo ya no había. Incluso se ha llevado la impresora y las hojas de casa porque en el ambulatorio habían puesto un límite de fotocopias diarias. Y su cuñado, cirujano, con los ojos llenos de lágrimas, decía que les habían obligado a cerrar quirófanos… Y moría gente antes de poder ser operada.

Respiro. No tengo palabras para animarlos. Quisiera decirles que el gobierno que se formará en las próximas semanas tendrá en cuenta el mal hecho por sus antecesores. Pero veo que muchos de ellos y de ellas son los mismos y las mismas. Sin embargo, no me queda otra que confiar y confiar. Confiar en que se den cuenta de que es más lo que nos une que lo que nos separa; confiar en que, tengamos el apellido que tengamos y hablemos la lengua que hablemos, somos ciudadanos del mismo país. De uno real, que es lo que cuenta. Y, por eso mismo, debemos caminar juntos. Yo quiero confiar.

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