«El independentismo como política de futuro es letal»

Entrevista a Xavier Muñoz

Empresario textil, tiene 93 años. Ha sido activista del catalanismo progresista. Su última obra es Después de Waterloo, crítica al proceso independentista desde el catalanismo (Ediciones +Bernat).

En síntesis, ¿Cuáles son los cimientos que tratas de explicar en tu libro?

Mi libro no pretende hacer ningún tipo de síntesis del catalanismo ni de sus variantes sociológicas históricas. No se trata de un libro de ciencia política. Simplemente se trata de mi opinión ante unos hechos y unas afirmaciones muy concretas, versadas y esquematizadas en torno al llamado procés independentista, que se ha presentado como única solución al conflicto catalán-español, de raíces más que bicentenarias.

¿Cómo se puede entender el catalanismo? ¿Como una ideología? ¿Un programa? ¿Una visión del país? ¿Una sensibilidad? ¿Un consenso?

Sobre todo es una sensibilidad y un consenso. En mi libro hago referencia a unas frases del profesor andaluz Vilacañas, catedrático de la Complutense, que me hicieron mucho efecto. Dice: “Cataluña no es una región española. Es y ha sido, desde Ramon Berenguer III, otra cosa, un cosmos político con lógica propia que no se deja representar por ninguna otra instancia que la que ella misma promueve”. Esto es lo que, entre otras cosas, hoy en día hace una nación. De acuerdo con esta definición es evidente que el catalanismo pertenece a todos los ciudadanos de Cataluña con sus especificidades, pero manteniendo íntegra su unidad simbólica, que comporta rasgos comunes de acuerdo y de coincidencia.

¿Pujol y el pujolismo utilizaron el catalanismo como una herramienta para sus propósitos?

Esta es la pregunta capital que nos tenemos que hacer ante los problemas actuales del país. No creo que, en sus inicios, Pujol se quisiera aprovechar del reconocimiento social del catalanismo en el posfranquismo. Pienso sinceramente que él creía que tenía que rehacer el país, tal y como lo sentía. Y sus convencimientos se sustentaban en una ética liberal de derechas. Que a la larga significaba defender los intereses de clase y no los globales del país, basados en el contrato social. Diré más: creo que sentía, desde muy joven, cierto rechazo instintivo y personal por todo lo que significaba una política de tipo igualitario, de servicio social, a la vez que demostraba una marcada tendencia a la manera de hacer de la derecha española. Con todo, el aspecto anticatalán de esta derecha generaba una distancia, que él intentó diferenciar con el nacionalismo.

¿Qué entiende usted por nacionalismo, en contraposición del catalanismo, concretamente en Cataluña?

Le agradezco que haya precisado “en Cataluña,” puesto que las definiciones de nacionalismo son muchísimas. En el caso de Pujol, pero, su nacionalismo es pura política del tacticismo, que se basa en la acentuación de los agravios pendientes con España (no llega nunca a diferenciar la España franquista de la democrática). A partir de aquí construye un relato victimista que remarca los aspectos más explotables sentimentalmente del pleito hispánico. Su voluntad política no se mueve de este nivel de superficie beligerante que, en palabras de él mismo, permite tener “la llaga siempre abierta”. No curarla. Esto habría significado acabar con su política de mantenimiento de una situación de controversia, que era la base de su poder mediático y real.

¿En la democracia se arrastró la problemática nacional de Cataluña al ámbito del Estado, en unos términos parecidos a los de antes de la Guerra Civil?

A la derecha española, a primeros de la democracia, le pareció que se tenía que producir un cambio, si no de piel, como mínimo de camisa ante la posibilidad de que les estallara en las manos una revolución. La izquierda, por otra parte, era consciente que el poder seguía en manos de los mismos y accedió buscar el cambio en niveles posibles. Esto fue la transición, los pactos de la Moncloa. Se produjo un cambio democrático, pero subsistió un franquismo enquistado en las estructuras de Estado. Con todo, gracias a las izquierdas situadas en municipios, por lo tanto en la proximidad, fue posible que el país prosperara en la democracia y en el camino de las libertades nacionales de una manera que parecía decisiva.

¿Qué papel ha jugado el Estado español en esta revolución del poder catalán hacia la radicalización?

El Gobierno de la derecha española capitaneado por Rajoy, un confeso anticatalán, aprovechó su mayoría parlamentaria y la debilidad moral de los miembros del Gobierno catalán (a causa de su implicación en la corrupción) para intentar parar la deriva reivindicativa catalana. Las instituciones catalanas y los partidos habían perdido el respeto del Estado para poder defender los intereses de la sociedad. La ocasión les permitió atacar a fondo, con la mutilación del Estatuto que el mismo presidente Mas facilitó. La reacción en Cataluña fue protagonizada por la ciudadanía (Òmnium Cultural y ANC), que el Gobierno siguió mansamente, con la intención de salvar los muebles.

¿Ha sido positiva la reacción popular de cara al futuro de las libertades del país?

De momento las opiniones están muy confrontadas. La mía, personalmente, es muy contraria a cómo han ido y como están yendo las cosas. No se habría tenido que elegir nunca la independencia como herramienta para forzar el cumplimiento del Estado español hacia Cataluña. La razón es muy simple: es una herramienta sin eficacia, sin ningún tipo de posibilidad de doblar el adversario, ni siquiera de ponerle condiciones. No cuenta ni con la mayoría de la opinión que necesita un gesto de este alcance, ni con ninguna otra de las condiciones hoy necesarias para una comunidad para mantenerse en el mapa de los países occidentales. El procés ha sido, por encima de todo, un discurso, o mejor dicho, una sintonía placiente de ser escuchada por una multitud de personas resentidas a quienes no les hace falta mucho más para entender el tono de la protesta. Francesc-Marc Àlvaro nos dice que el discurso de Puigdemont y de la CUP es “fraseología que tapa las impotencias del procés”.

¿Así, usted no es independentista?

Pues con el actual planteamiento que ha surgido del procés, no. Quiero decir que en un escenario más racional podría serlo. ¿Por qué no? A condición de que vea que es un camino para que en Cataluña vivamos con más igualdad y solidaridad. En la situación actual, donde los independentistas fracasados piden una nueva oportunidad para volver a desarrollar un programa sin letra, solo con rencores y el aislamiento en ellos mismos, no creo, sinceramente, que se merezcan una segunda oportunidad, de momento. El actual independentismo como política inmediata de futuro es letal, porque es autodestructivo. Se mantiene en el negativismo y en la agresividad visceral. Ha roto toda posibilidad de diálogo con todo el mundo. Ha dejado el país demasiado dividido y ha acusado de traición los que divergen. Tampoco mantiene ningún tipo de relación con el Estado (es su principal enemigo), ni con Europa, con quien no puede mantener caminos ni relaciones. Cuando se celebraron los Juegos Olímpicos en Barcelona, Maragall envió cincuenta personas a ocupar lugares clave en Madrid, y el Estado se vio forzado a colaborar.

Sus respuestas me hacen pensar que usted tiene una visión muy pesimista sobre Cataluña.

No es muy bien así. La visión muy pesimista la tengo en el supuesto de que se continúe con las tácticas que hasta ahora han utilizado los líderes del procés. Estoy seriamente convencido de que nuestro país en estos momentos no necesita repetir una experiencia que ha resultado nefasta. Creo que es el momento de dar una oportunidad a la otra mitad del catalanismo (lo de izquierdas) para ensayar nuevas maneras de imponer en España las libertades democráticas. Según Gemma Ubasart, “primero hay que generar distensión, construir confianzas y complicidades […] para falcar la triangulación progresista y plurinacional” de un Estado que hace tres años no teníamos. Quizás tenemos que aprender del cambio de estilo que ha supuesto Joe Biden. El resto: el progreso, la iniciativa, el afán para crecer y “el orgullo del chaquetón”, lo llevamos bajo la americana. Ahora hay que remangarnos para aspirar a ser una gran región de Europa. Por cierto, que tenemos trabajo, puesto que en los últimos diez años hemos perdido sesenta lugares en la competitividad de las regiones europeas…

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