Miquel Iceta, un federalista en Madrid

La gente, aquí y en todas partes, quiere vivir tranquila y en paz. Tener todo aquello que necesita para llevar una existencia digna -casa, educación pública, trabajo bien remunerado, alimentación sana, medio ambiente saludable, asistencia sanitaria gratuita, seguro de paro, pensión de jubilación suficiente…- y garantizar un futuro de prosperidad para los hijos. Esta es la pulsión esencial de la vida que tenemos todos los humanos que habitamos el planeta Tierra.

Los españoles no son diferentes. Los catalanes, tampoco. Todos queremos lo mismo. El problema es solo uno: cómo organizamos la sociedad, gestionamos los recursos y estructuramos la administración para lograr estos objetivos.

España es un país muy antiguo y, por consiguiente, sabio. La larga historia que nos precede ha ido modelando nuestra manera de ser actual. Pero no podemos funcionar hoy con clichés del siglo XVIII, XIX o XX. El mundo es permanentemente cambiante y la clave de la resiliencia de los humanos es nuestra capacidad inteligente de adaptación.

Ahora y aquí, hay un hecho capital que nos determina: nuestra pertenencia a la Unión Europea (UE). Y una constatación: los Estados con más peso demográfico (Alemania, Francia e Italia) son los que más poder tienen en el diseño y decisión de las políticas comunitarias. España, con 47 millones de habitantes, está en un peldaño inferior, en relación con estos tres grandes países. De aquí la importancia estratégica de sumar con Portugal –seríamos 60 millones de habitantes-, hecho que nos subiría directamente a la primera división de las instituciones europeas.

Hace falta que demos a las cuestiones identitarias la importancia que realmente tienen en este siglo XXI: la lengua, las tradiciones, el folclore, la gastronomía… son hechos culturales, no políticos. La Unión Europea, paso intermedio de los futuros Estados Unidos de Europa, es un gran “container” que engloba a una multitud de comunidades históricas, muchas de ellas transestatales, como es el caso de Cataluña o de Euskadi. Y de esto no tenemos que hacer una tragedia que nos ponga nerviosos y frenéticos.

Como en el juego de las muñecas rusas, los Estados europeos son, a su vez, estructuras administrativas donde conviven un mosaico de culturas diversas, como pueden ser los prusianos y los bávaros en Alemania, los bretones y los occitanos en Francia o los piamonteses y los sicilianos en Italia. La clave para resolver este puzle es establecer un modelo de cogobernanza perfectamente definido y reglado entre municipios, regiones, Estados e instituciones europeas (Comisión y Parlamento).

Esto es el modelo federal, implantado por los padres fundadores de los Estados Unidos de América, bajo influencia masónica, y que es la base de su gran pujanza. El nombramiento de Miquel Iceta como nuevo ministro de Política Territorial es una excelente noticia para avanzar por este camino. Federalista convencido, el primer secretario del PSC llega al lugar adecuado en el momento oportuno.

Después de las elecciones del 14-F se tienen que activar la mesa de diálogo entre la Generalitat y el Gobierno central y también las negociaciones con todas las comunidades para el nuevo modelo de financiación autonómica, pendiente de revisar desde el año 2014. Son dos “dosieres” capitales para el futuro de España en los cuales el ministro Miquel Iceta juega un papel fundamental.

En el Estado español conviven, en permanente confrontación dialéctica y política, las dos grandes tradiciones de organización administrativa que hay en Europa. De un lado, la de la antigua monarquía de los Habsburgo, fundamentada en la confederación de entidades territoriales y que ha evolucionado en el modelo federal adoptado por Alemania después de la II Guerra Mundial. De la otra, el modelo centralista francés –capital, París-, implantado por la monarquía borbónica y que heredó el jacobinismo después de la Revolución del 1789.

Si la dictadura franquista impuso un durísimo centralismo, la Constitución española del 1978, con la institucionalización de las comunidades autónomas, instauró una organización federalizante que hoy, después de la experiencia acumulada durante estos más de 40 años, hay que acabar de clarificar y consolidar. En este sentido, la adhesión de España a la UE nos da pautas muy seguras para poder cerrar satisfactoriamente este proceso de tránsito de una dictadura centralista a una democracia federal.

Nos ayuda el hecho que la tradición del catalanismo político sea, desde los tiempos de Francesc Pi i Margall, federalista. El independentismo surge más tarde y es fruto, de un lado, de la rebelión de la católica Irlanda (1916) y, del otro, de la resistencia de la monarquía de Alfonso XIII a evolucionar en la descentralización política de España –incluida la supresión de la Mancomunidad-, que pagó con el advenimiento de la II República y su exilio.

Como ministro de Política Territorial, Miquel Iceta también tiene la obligación de fortalecer los vínculos con Portugal, en especial en el fomento de la cooperación con las comunidades españolas limítrofes (Galicia, Castilla-León, Extremadura y Andalucía). La Raya todavía sufre gravemente, por los dos lados, el efecto “frontera”, con un despoblamiento y un atraso crónicos que hay que corregir con urgencia.

En el contexto de la Unión Europea, la existencia de esta zona tan castigada es un agravio incomprensible. La frontera desapareció, de facto, en 1986, pero sigue muy viva en la realidad cotidiana y en el “pensamiento político” de Madrid y Lisboa. La solución pasa por el impulso decidido de las eurociudades y de las eurorregiones transfronterizas que ya han sido constituidas en los últimos años, pero que no acaban de arrancar con fuerza.

Algo parecido pasa con los Pirineos, que también sufren la lacra del despoblamiento y del estancamiento económico. Las eurorregiones son también la clave para superar aquí las secuelas perniciosas del “efecto frontera”. Ya funcionan la que reúne a Aquitania, Euskadi y Navarra y la que forman Occitania, Cataluña, Aragón y las Baleares. Pero, en este segundo caso, el independentismo catalán ha “matado” su viabilidad institucional.

Es una de las herencias, preñada de futuro, que nos dejó el presidente Pasqual Maragall, pero que el proyecto secesionista ha dejado en vía muerta. Si después del 14-F hay un nuevo gobierno en la Generalitat, diferente del actual, la recuperación de la Eurorregión Pirineos-Mediterráneo tiene que ser una de las prioridades estratégicas para la recuperación del impulso económico y del protagonismo internacional de Cataluña. 

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