Instrucción pública

El caudillo Franco le dijo a su ministro Fraga haga como yo, no se meta en política. Unos conformes con prebendas, otros obligados por la represión y muchos por acomodación, admitieron esa estúpida mentira. Hoy crece la antipolítica.

El pacto constitucional nos esperanzó a muchos. Dejó en simples funciones los poderes absolutos que el rey heredó del caudillo, contempla un amplio abanico de derechos y libertades sociales y culturales, separa los poderes del estado, dota de autonomía a sus nacionalidades y regiones y establece que la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana, en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.

En los años que siguieron, los cambios y mejoras que conseguimos propiciaron que los sindicatos rebajasen el nivel de conflictividad y de lucha. Con los gobiernos de la derecha se retrocedió y hubo que volver a reivindicar.

La pequeña burguesía nacionalista, en regresión económica y moral, incapaz de apreciar los cambios, incrementó el victimismo. Hijos y nietos de franquistas, como Puigdemont y Aragonés, no encuentran diferencia entre la dictadura que padecimos y la democracia imperfecta que conquistamos. Desobedecen, siguen disfrutando del pesebre en la administración pública y quieren ampliar el cortijo, con el señuelo de salvar a la patria, como Casado y Ayuso en Madrid.

La política basada en el halago del votante, ha contribuido a obviar que, junto a derechos y libertades, existen deberes y obligaciones. No hay derechos sin deberes, canta la Internacional. Los botellones, fiestas y concentraciones multitudinarias en tiempos de pandemia y el abandono de los ancianos en las residencias, son ejemplos paradigmáticos de las inmundicias derivadas de la irresponsabilidad. Aznar y Pujol coincidieron en suprimir la contribución personal obligatoria del servicio militar y su prestación sustitutoria; sí, la práctica era un desastre, pero no tenía por qué ser así y favorecía un punto de inflexión entre el fin del sueño adolescente y el inicio de la madurez responsable. Ahora la adolescencia no tiene término fijo y la ultraderecha crece en las fuerzas armadas profesionales.

Muchas familias cuidamos de nuestros hijos como si de una cara propiedad se tratase. Entre algodones, los complacemos en todo lo que podemos, sin exigirles nada. Las raras excepciones encuentran un entorno hostil, que aclama al gracioso, margina al inteligente, ensalza la picaresca y desprecia la cultura. Donde el que ridiculiza, insulta o utiliza formas espurias de persuasión y propaganda, obtiene más atención que el que aporta argumentos fundados en la ciencia y en la verdad. Un medio en el que el necio y el matón encuentran su caldo de cultivo, incluso en la escuela, en la que se puede presumir de suspender y de agredir a los más débiles, como si eso fuese un modelo a seguir. Que culpabiliza a los desempleados, a los enfermos, a los jubilados y a los inmigrantes de los males económicos. Triunfan doctrinas que ofrecen ilusiones simples y soluciones fáciles, gratuitas y falsas, a cambio de sumisión al gurú.

Ante eso la escuela debería de ser un baluarte de convivencia, solidaridad y exigencia. Priorizar la formación humana, la integridad personal, la bondad, la ética y la empatía. Conocer las propias fortalezas, debilidades y valores. Definir objetivos en función de las posibilidades y darles el impulso necesario para alcanzarlos. Fomentar el estudio privado y la adquisición particular de conocimientos. Un aprendizaje basado en ver, escuchar, leer, pensar, discutir y pasar a limpio lo concluido. A comparar el ser con el deber ser, para auto imponerse acciones correctivas. Distinguir lo importante de lo irrelevante, lo primordial de lo secundario.

Faltan medios en la escuela pública. Los gobiernos nacionalistas se preocupan del idioma único a imponer y la cultura restringida. El desánimo cunde entre la docencia, como en la sanidad y en los servicios sociales. Mientras, los centros educativos se pueden transformar en guarderías a la espera de un trabajo, precario y desprofesionalizado, o el subsidio de paro. Podemos intentar evitarlo.

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