La política en manos del doctor Frankenstein

Cómo tanta otra gente de mi generación, llegué a Frankenstein con la adaptación de Kenneth Branagh de 1994 (disponible en Movistar+) viéndola en clases de inglés en la escuela. El doctor Frankenstein tenía un sueño que, una vez conseguido, le persiguió: crear vida desde la materia inanimada. Mary Shelley, la autora de Frankenstein o el Prometeo Moderno, había escrito la novela a los 18 años en 1816, el año que no tuvo verano por culpa de la erupción del volcán Tampora, en Indonesia, que generó carestía de alimentos en todo el mundo.

Las grandes crisis tienen la capacidad de hacer aflorar la idea recurrente según la cual la mejor respuesta al embate será superar la política y actuar técnicamente, guiados por expertos y técnicos. En 2008 los medios se llenaron de economistas; durante el juicio a los líderes del proceso, de abogados, y ahora los tenemos llenos de epidemiólogos y médicos. Esto no es malo per se, pero con el tiempo he observado que los técnicos que más me interesan son los que a la pregunta de "¿qué tenemos que hacer?" responden con poca contundencia. Son personas con un aparente dominio de sus campos espectacular, capacidad divulgativa notable y amplia autoridad, pero que entienden que a la hora de hablar de medidas colectivas, la conversación huye de su campo estricto de competencia y pasa al de la política.

La política en su sentido original es la gestión de la cosa pública, de los espacios comunes donde los individuos actuamos. La vida en común es compleja porque es fruto de la iologia, la psicología, la economía, el derecho, la física, la química y el sursum corda. No hay respuestas unívocas a los retos comunes. Cuando los expertos diversos pretenden imponer sus piedras filosofales, pasa como cuando te quieres cubrir con una manta demasiado corta, tienes que decidir si pasar frío en el pecho o en los pies. No es que las voces expertas no tengan que guiar las decisiones políticas, es que el político tiene que escuchar expertos en diferentes campos y diseñar actuaciones equilibradas que no generen más problemas que los que solucionen.

Con la pandemia hemos tenido un buen ejemplo de esto con el debate entre decisiones a favor de la salud pública contra decisiones a favor de la economía. Tal como se ha planteado el debate es falaz. "La economía" no es un grupo de señores rechonchos con sombrero de copa y puro en los labios que juegan a cartas con los destinos de todo el mundo. La economía somos todos. Y está ampliamente demostrado que la evolución de los indicadores económicos correlaciona con indicadores de salud pública.

Cuanto mejor va la economía menos alcoholismo, diabetes, asesinatos y mejor salud pública. Si a esta complejidad intrínseca de la cosa pública añadimos la complejidad de la governanza democrática y territorialmente dispersa, el tema todavía se vuelve más enrevesado. El político no sólo tiene que tener en cuenta conocimientos técnicos que pueden ser contradictorios, sino que tiene que tomar decisiones consensuadas socialmente y con el resto de actores de la arena política.

Para que retos como la pandemia, grandes crisis económicas o proyectos colectivos capitales se puedan gestionar con éxito, se necesita un contexto favorable al consenso, donde todos los actores sean conscientes de la gravedad del reto y estén dispuestos a asumir el coste de oportunidad de no aprovecharlo para favorecer sus legítimos proyectos de parte.

En España parece que no disponemos de este contexto, y por lo tanto las sabias opiniones de los expertos no encuentran buenos políticos que las escuchen. El escenario es dantesco. Un gobierno liderado por un presidente que no parece haber entendido que los discursos, más allá de sonar bien, tienen que decir algo. Un líder de la oposición secuestrado por el radicalismo de Vox y un miedo guerracivilista a Podemos. Gobiernos regionales como el de Madrid, con tan poca cultura política federal que sólo están dispuestos a adoptar medidas si son homogéneas en todo el Estado. Y finalmente, un independentismo que al principio de la crisis estaba más preocupado por demostrar ser el más duro a la hora de tomar medidas que no por valorar si estas eran realmente efectivas.

La política no podrá ser nunca mejor que sus actores. Necesitamos que quien gestione la cosa pública tenga más visión que un doctor Frankenstein obsesionado con su proyecto y esté dispuesto a tomar decisiones que no se acaben convirtiendo en un monstruo descontrolado.

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