A pie de calle

Los efectos del coronavirus sobre la economía son y serán todavía más ingentes. Y no sólo por los continuados repuntes que tiene la epidemia. Vivimos primero el choque de parada de la actividad durante unos meses, así como algunas medidas públicas para mitigarla, pero justamente cuando la actividad se ha empezado a retomar también hemos empezado a tomar conciencia de lo que hemos perdido y perderemos en esta colada y, sobre todo, de aquello que ya no recuperaremos.

Muchos negocios han dejado de ingresar mucho dinero y han enviado gente a casa, pero se reharán aunque la cuenta de resultados este año sea peor que el anterior. Pero hay actividades, la mayoría de poca dimensión y con escasa capacidad de resistir por las cuales la parada de la actividad ha sido letal, definitiva. Y ya no digamos con la posibilidad de volver al confinamiento y parada de la primavera. Si hay un gran perdedor económico en esta crisis este es el comercio a pie de calle. La mayoría pequeños negocios que ya venían tocados de hace tiempos, que resultan muy importantes no sólo por el servicio que nos prestan, sino porque nos proporcionan ocupación, vivacidad y seguridad en nuestras calles.

El modelo de vida urbana europeo, especialmente en el Mediterráneo, ha consistido en la coexistencia de usos, funciones y actividades en una trama urbana exuberante y llena de dinamismo. Lo estamos perdiendo. No podremos culpar exclusivamente a la epidemia, pero esta ha acabado por rematar muchas actividades que se hacían cara al público. Servicios y puntos de referencia que tendríamos que entender que significaban muchas más cosas que meros negocios particulares.

Ya hace tiempo que cada vez más menudean los locales comerciales cerrados en nuestras calles. Hemos ido cambiando los hábitos de consumo empujados por una publicidad que nos lleva a los grandes centros comerciales, a comprar en estos polígonos comerciales horribles que hay a las entradas de todas las poblaciones que las hace a todas idénticas en su mal gusto. En el corazón de las ciudades, los pequeños negocios están desplazados por las franquicias de las marcas que también convierten los antiguos ejes comerciales por todas partes en lugares también absolutamente idénticos. Y desplazados, finalmente, por la moda y comodidad de unas compras virtuales hechas a través de Amazon o de los mecanismos de venta online que han desarrollado todas las marcas. Todo lo queremos ya despersonalizado.

Saldremos de este confinamiento sintiéndonos más sólos cuando recuperemos el uso del espacio urbano. Muchos comercios de confianza y bares que formaban parte de nuestro paisaje habrán desaparecido. Dicen que serán más de un 30% de los que había. Detrás de cada negocio familiar cerrado hay toda una historia, todo un proyecto vital que se ha ido a pique y, sobre todo, un estilo de vida que dejamos que vaya desapareciendo.

Los políticos acostumbran a usar frases grandilocuentes para enaltecer el comercio de proximidad. Pero sólo son palabras. No se los dan ayudas, no se los protege, se los deja a merced de los buitres que especulan con los precios de los alquileres y, sobre todo, se hacen políticas urbanísticas que fomentan el comercio perimetral en las ciudades y se fomenta la instalación de las grandes marcas en el centro urbano. Todas las ciudades parecen querer ser idénticas a las otras. No queda espacio para mucho nada más. Si acaso, pequeños negocios precarios que abren hoy y cierran mañana, que parecen llevar escrita la palabra fracaso en el rótulo y en el diseño torpe del escaparate. Y a los comerciantes de toda la vida les condenamos nosotros.

Cada vez compramos más a través de la relación fría y sin alma del ordenador, aspirando a sentirnos reyes por un rato cuando tocan el timbre y repartidores extremamente explotados y mal remunerados nos traen a casa cualquier prenda de ropa, la cena o el último antojo que se nos ha acudido. Y todo tiene un precio. Nuestras calles se empobrecen y se vuelven desoladas, desaparecen puestos de trabajo dignos, perdemos biodiversidad comercial y urbana, renunciamos al valor añadido que tiene la profesionalidad y el trato personal. Hemos hecho nuestro un modelo anglosajón no sólo de consumo, sino de ciudad, donde no sólo se echan a perder negocios, sino y sobre todo humanidad. Un mundo curioso. Nos podemos llenar la boca reclamante productos de "proximidad", mientras dejamos que se mueran en el olvido y de inanición los que nos los pueden proporcionar.

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