La nueva normalidad: elogio de las pequeñas cosas

Casi acabando la primera quincena de mayo ha empezado la primera fase del desconfinament en tres regiones sanitarias catalanas. De hecho, todo el mundo tiene ganas de volver a recuperar una brizna de normalidad en una vida que ha quedado alterada por el coronavirus y un estado de alarma alargado, cada semana que pasa con menos apoyos parlamentarios. Dejemos la política al margen, porque ya hemos visto que ni con miles de muertos hemos conseguido olvidar los tacticismos electorales ni se ha podido renunciar a aquellas expresiones características del nacionalismo banal tan propio del patriotismo romántico. Es hora de poder poner en valor algo más mundano, pero que ciertamente sirve para darnos cuenta que el coronavirus ha obligado a toda comunidad a autoexaminarse o, cuando menos, le ha pedido que haga un reset.

Oía por el telenotícies que lo que más agradecían los ciudadanos que han entrado en fase 1 era poder volver al bar y probar un buen café. De hecho, esta sensación ya la puso sobre la mesa la conversación entre el chef Joan Roca y el periodista Jordi Bosch, que sirvió de antesala de un FAQS donde la versión celestial que Gemma Humet hizo de Un núvol blanc eclipsó cualquier intento posterior de politización de la crisis sanitaria. Elogio a pequeñas cosas, para empezar, como aquel gusto tostado del café de bar o la simplicidad de una voz excelsa maridada con la ternura de quien acaricia el piano como lo hace con sus dos hijos.

Elogio a las pequeñas cosas, porque la creatividad musical que han tenido nuestros artistas nos ha ayudado a poner paz en el alma, mientras la calle sufría porque las residencias habían quedado dejadas de la mano de Dios o los hospitales habían colapsado. Sí, porque colapsaron aunque determinados medios de comunicación, y sus opinadores de cabecera, intentaron esconderlo. Sí, porque en estos hospitales y geriátricos, explican quienes trabajaban maratonianamente, entre el drama también hubo pequeños instantes de felicidades cuando las nuevas tecnologías permitían poner en contacto a los pacientes aislados con sus familiares. Incluso, cuando las tablets y los móviles permitan decir un último adiós.

Y quienes han escapado de la pandemia, o se han recuperado, han podido volver a andar entre paisajes más verdes, donde los colores eran más intensos, donde la luz de la primavera parecía dar la bienvenida a aquellos a quien la misma naturaleza había castigado con el confinamiento. Porque el planeta dijo basta y nos envió el SARS-CoV-2 a poner orden. Porque cuando la acción humana ha dejado de estresar al medio, otras especies han recuperado terreno perdido: en los cauces de los ríos, en los campos y en la costa del Mediterráneo. Hoy, volver a dejarse caer por paisajes ya conocidos de nuestro entorno es incluso sorpresivo: hemos vivido prescindiendo de la belleza de lo cercano deslumbrados por paraísos lejanos y, ahora más que nunca, saber adaptarnos a lo que tenemos junto a casa nos tiene que ayudar a hacer más agradable el futuro bochorno del verano.

Porque este verano tendremos que pasar muchas horas en las piscinas que nos vieron crecer, en el huerto recuperando los conocimientos ancestrales de nuestros abuelos, andando por los bosques donde hicimos cabañas y jugamos a ser Robin Hood. Este verano continuaremos disfrutando de los envíos que las bodegas de la Terra Alta, los productores de vacuno del Pallars, los labradores del Empordà o los queseros del Cabrerès pusieron en marcha cuando llegó la Covid-19 y nos cerraron las rutas comerciales. La sociedad mcdonalitzada –en palabras de George Ritzer– nos hizo perder el gusto por el producto de proximidad; pero, el confinamiento ha hecho que nos demos cuenta de que la economía digital también ha relanzado el posicionamiento de nuestro sector primario. Los productos frescos servidos por Amazon tenían que destrozar el mercado, pero entre pequeños la unión hace la fuerza y nuestros artesanos se han sabido espabilar.

Ciertamente, esta es una de las grandes lecciones económicas que nos deja esta crisis: cuando el mercado se estresa, y gracias a vivir plenamente en la era digital, los más listos pueden salir adelante, tengan la sede en Seattle o en la Pobla de Segur. Quiero pensar que los elogios que se llevan los pequeños productores, nuestros artistas, las instantáneas de flores colgadas en Instagram, los colores radiantes del cielo que se abre encima de casa, o el olor de un café –que, por cierto, habrá servido un mileurista–, no serán fruto del momento ode  la magia del desconfinamiento. Querría pensar que estos elogios nos ayudarán a crear una 'nueva normalidad' mejor que la que teníamos.

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