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Todo a 100

Etnocentristas, analizamos el mundo desde nuestra particular visión de las cosas. Los nacionalistas, de modo patológico. Algo que nos impide ver la realidad, como así lo está poniendo de manifiesto la Covid-19.

A partir de elementos, a veces dispares, peregrinos, accesorios…, cartografiamos el universo, según nuestro gusto y medida. En el centro, nosotros, lo importante; el cielo, digamos. En las antípodas, el infierno, lo lejano, ininteligible y peligroso. Entremedio, un caleidoscopio de pintorescas percepciones. Siempre, desde la superioridad. Cosa que, según Wikipedia, se refleja “en los exónimos peyorativos que se dan a otros grupos y en los autónimos positivos, que el grupo se aplica a sí mismo”.

El etnocentrismo, como el machismo, la xenofobia, el nacionalismo…, tiene algo de atávico. Gravita en muchos de nosotros, aún sin saberlo. Hacerle frente implica asumirlo y mantener la guardia de manera permanente. De lo contrario, seguirá activo y replicándose, como el virus tan a la moda. Malinowski planteó la necesidad de que la ciencia debe trascender al etnocentrismo, propio del científico como individuo.  

Cuando saltó la noticia del foco infeccioso en China, la composición de lugar (etnocentrista) occidental no fue un palmo más allá del tópico: cosa de chinos faltos de higiene, hacinados… En cualquier caso, algo lejano que de ningún modo podría llegar hasta nuestro cielo privilegiado. El imaginario nos dibujaba una China tópica, heredera de las aventuras de Tintín, en la que se solo se come arroz y, a veces, los perros…

Luego, a medida que la información fue creciendo, como los dos conejos de la fábula de Iriarte, se empezó a discutir si lo de China eran galgos o podencos. A medida que se engordaba, la bola mediática incorporaba más y más tópicos, mentiras, tergiversaciones…, no desprovistas, claro, sino todo lo contrario, de fobias. El “peligro amarillo” volvió a enseñar la oreja cuando, por ejemplo, el comandante en jefe de los Ejércitos USA contra la Peste, no perdía ocasión de hablar del “virus chino”, que lo mismo sirve para referirse al agente infeccioso, propiamente dicho, como al régimen del país.

De ahí al delirio, un paso. “El coronavirus fue propagado por los mismos chinos adrede para derrotar económicamente a Occidente y hacerse con sus empresas a precio de saldo. Magistralmente diabólico”, entona un coro descabellado, en el que sobresalen voces solistas como la de Donald Trump. Tampoco falta quien, desde su particular paranoia, achaca lo mismo a los yanquis o aquí, en la aldea, sin ir más lejos, a los españoles. 

Cuando las televisiones empezaron a difundir imágenes de Wuhan, aunque tendenciosas, algo no encajaba. Rascacielos, iluminación, avenidas…, propias de una moderna ciudad, poco tenían que ver con el enjambre de culíes pululantes que circulaba por nuestro mundo fantástico. Las medidas de confinamiento, que ni en nuestros peores sueños imaginábamos pudieran afectarnos, se achacaron al autoritarismo del gobierno chino y a la proverbial obediencia de su población. Algo parecido empezamos a objetar respecto a la utilización de los datos en la lucha contra la epidemia: el gran hermano de la dictadura china, atentado a la privacidad… En realidad, con cara propia del bufón de Calabacillas, no nos explicábamos, y seguimos sin hacerlo, cómo los chinos y no solo ellos, utilizan las tecnologías digitales contra la enfermedad. 

En fin, más que practicar sahumerios, que adormecen la mente y borran la conciencia, podríamos aprovechar estos días de recogimiento para desprendernos, aunque sea un poco, de la mochila de cochambre etnocentrista que arrastramos. Abrir algo los ojos a una realidad, la nuestra de cada día, que resulta fascinante. Y enterarnos, en fin, de que, por ejemplo, China no es solo una tienda de todo a 100, ni los chinos un enjambre difuso, productores de virus, sino todo lo contrario.

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