La bolsa o la vida

Sin cortarse un pelo, Donald Trump, comandante en jefe de los Estados Unidos de América, dice que “no podemos dejar que el remedio sea peor que la enfermedad”. O sea, que salvemos vidas a costa de la economía o, mejor dicho, de los beneficios empresariales. Cosa que comparten, cómo no, su caricatura británica, Boris Johnson, y otros muchos presidentes de consejos de administración de todo el mundo que, como tales, anteponen los dividendos de sus accionistas a cualquier otra cuestión, incluida la vida

Hasta se podría entender que los dueños del petróleo defiendan con uñas y dientes el negocio y, en consecuencia, nieguen la evidencia del cambio climático o que, obviamente, los fabricantes de armas sean partidarios de las guerras, porque se lucran con ellas. Lo que resulta incomprensible es la actitud de los mandados, de quienes han sido elegidos para gestionar los asuntos públicos, y aún más el de sus fans que, sin oficio ni beneficio, aplauden desde el graderío a los amos y capataces. De quienes, por ejemplo, se alarman porque baja la Bolsa, por obra y gracia de los cocodrilos financieros, sin que a su personal situación les ataña tal cosa.

Se puede argüir que las palabras de Donald Trump hacían alusión al empleo, del cual dependemos todo bicho viviente, y no a quien de él se beneficia. Sí, eso aparenta, y es precisamente ahí donde estriba la falacia del populismo, el quid de la alienación, en el que estamos atrapados. Si tan preocupados están Trump, sus congéneres y quienes comparten su modo de ver las cosas, por el modus vivendi de las personas ¿cómo no ponen la vida de éstas por encima de cualquier otra cosa? Porque, sencillamente, a él, a quienes con él comulgan y a los que les aplauden desde la grada, les importa un bledo el bien común. Se sienten a salvo, au-dessus de la mêlée, como los que han llevado al matadero a millones de personas a lo largo de innúmeras guerras, desde el trono, el sitial, la poltrona o el consejo de administración.

Podrían estos próceres y sus hinchas predicar con el ejemplo, contagiándose voluntariamente y retransmitir por televisión su afección, agonía y muerte. De ese modo, ganarían credibilidad, se legitimarían… Quizás así podría cundir el ejemplo entre quienes mueven los hilos tras las bambalinas, como, sin ir más lejos, los que, cada año, se dan cita en la localidad suiza de Davos para poner al día sus calculadoras.

Es muy cierto, cómo no, que todo el mundo comparte una honda preocupación por su futuro modus vivendi. Cosa que, para bastantes de ellos, no constituye ninguna novedad, dada la imperiosa necesidad de ganarse el pan a brazo partido a la que, cotidianamente, son impelidos. No, desde luego, Donald Trump y los de su calaña, entre los que se encuentran nuestras patronales, que ponen el grito en el cielo porque el gobierno de Pedro Sánchez ha decidido parar las actividades no imprescindibles, para así contribuir a evitar contagios entre los trabajadores y el conjunto de la población. También quienes, como La Vanguardia, no tienen ningún escrúpulo en titular, por ejemplo: “El Gobierno carga a las empresas el coste del confinamiento reforzado”.

La bolsa o la vida”, famosa frase atribuida a los bandoleros que asaltaban los caminos de Sierra Morena, expresa un dilema drástico en el que no cabe elegir más que una opción. Si elegías dar la vida, en realidad estabas dando ambas, pues es de suponer que cuando te mataran no te iban a dejar con la bolsa. Era una forma engañosa de hacerte partícipe de una decisión. Exactamente igual que lo hace Donald Trump y con él todos los que anteponen las economías a la vida. Porque no, no es la bolsa: es la vida.

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