Consumimos capital, y no renta

Desde el día 29 de julio y hasta finales de año, viviremos medioambientalmente a crédito Hemos agotado, una semana antes que el año pasado, lo que podríamos denominar el presupuesto ecológico anual del que disponíamos a escala planetaria. Por mucho que miremos hacia otro lado, habitamos un mundo finito, tanto en recursos disponibles como en el aguante para soportar la huella de carbono que le infligimos. La capacidad de regeneración ambiental, así como las posibilidades de reposición de recursos, no pueden seguir el ritmo cada vez más brutal en el uso y el derroche que practicamos.

Actuar como si no hubiera límites y pensar que los avances tecnológicos nos permitirán superarlos o bien resolverán las brutalidades cometidas, resulta toda una quimera. Un mundo fundamentado en el crecimiento continuado de la producción y el consumo donde el indicador económico de referencia sea el Producto Interior Bruto (PIB) es, como mínimo, suicida. Ecológicamente, generamos mucho déficit, puesto que consumimos el equivalente a 1,75 planetas. El problema principal no es, como dicen algunos, las dimensiones que ha alcanzado la población mundial,sino la filosofía puramente depredadora sobre la cual descansa nuestra actual civilización.

A partir del 29 de julio, ecológicamente vivimos a crédito, y este es cada vez más grande. Se hará imposible de devolver. Hace mucho tiempo que estamos en un mundo insostenible desde la razón, no hacemos sino consumir capital en lugar de hacerlo con renta. Cómo es lógico, aquí también la desigualdad a escala global es inmensa. Todos consumimos mucho, pero en el mundo occidental lo hacemos mucho más que los otros. En Estados Unidos acabaron el presupuesto ecológico allá hacia el mes de marzo. España lo hizo ya el 28 de mayo. En África, Asia o América Latina se produce un impacto ambiental mucho menor. 

Las consecuencias del calentamiento global producido por las emisiones de gases de efecto invernadero dejan notar ya sus efectos en forma de fenómenos meteorológicos extremos, procesos de desertización, deshielo de los polos, escasez de agua combinada con afluencias repentinas y destructivas. Si no mudamos el modelo de producción y de consumo, el aumento de dos grados en la temperatura media planetaria se logrará hacia 2050, y pueden ser cinco grados de aumento en 2100. Una gran parte del mundo se convertirá en inhabitable, y la batalla por el agua y los alimentos de una población que se acercará a los 10.000 millones de personas resultará brutal. Cierto es que la mayoría de nosotros ya no estaremos para verlo. Pero, ¿este es el legado que queremos dejar?

Venimos de un tiempo en el que hemos vivido con la mentalidad de los colonizadores: mucho bienestar para unos pocos descansando sobre la extracción de renta de otros condenados a vivir pobremente. Esto ni es deseable, ni siquiera resulta hoy día posible. Duplicamos nuestro consumo de energía cada cuatro años. Generalizar el nivel de consumo (y
de derroche) de los países de la OCDE hacia los otros continentes requiere, en los años próximos, multiplicar el actual PIB mundial por quince. Todo esto, recuerdo, con una producción mundial actual que ya no se puede sostener desde el punto de vista ecológico. Estamos inmersos en una fuga hacia delante continuada, instalados en un optimismo
sin ninguna base real, empecinados en la idolatría del "crecimiento económico"
que es inherente tanto al sistema capitalista como a buena parte de la economía académica, que nos tendrá que liberar de todos los males y proporcionarnos, dicen, más bienestar.

Ni este crecimiento es ya racionalmente posible, como tampoco es generalitzable a escala planetaria. Cómo hemos visto, superamos actualmente en prácticamente un 75% la biocapacidad a nivel global. Los que la desbordamos de manera casi grotesca, no somos más de 2.000 millones de personas. ¿Los sacrificios, la contención y la austeridad
los exigiremos a los otros? Y es que aumentar los niveles de igualdad es una cuestión clave para poder replantear el modelo de crecimiento, puesto que "la competencia por el estatus es uno de los grandes impulsos hacia el consumo", como afirman los economistas Richard Wilkinson y Kate Pikett.

La desigualdad incrementa la presión competitiva por consumir, puesto que más que el bienestar material lo que queremos mejorar es el estatus, nuestra situación en el escalafón social.

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