Los compañeros de viaje

Si Cataluña está donde está y es como es, se lo debemos a la geopolítica. Nuestros antepasados tomaron, siglos y décadas atrás, decisiones de gran trascendencia estratégica que nos han encaminado, para bien o para mal, hasta el día de hoy.

El matrimonio, en 1150, de Berenguer IV, conde de Barcelona, con Petronila, hija del rey de Aragón, fue el origen de la gran expansión territorial de la Edad Media, que tuvo su máximo exponente en el rey Jaime I (1208-76). La otra gran apuesta geopolítica de las élites catalanas, también por vía conyugal, fue la unión confederal con el reino de Castilla, con el matrimonio de los reyes Fernando e Isabel (1469) y la apertura de la dimensión atlántica y americana.

Desde esta perspectiva histórica, podemos afirmar que en Cataluña existe una corriente de pensamiento político que ha llegado hasta nuestros días –el independentismo– que abjura de estos dos matrimonios y de sus consecuencias geopolíticas y que reivindica la situación previa al 1150, antes de la incardinación de los condados catalanes en la Corona de Aragón. Es decir, el independentismo de hoy es la expresión de la vieja etapa feudal, cuando los condes catalanes –unos déspotas sanguinarios y anarquizantes- libres de la obediencia a un rey y a unas cortes, hacían con sus súbditos lo que les daba la gana.

Si afinamos más, este rechazo independentista se concreta en el Compromiso de Caspe (1412), que eligió al rey castellano Fernando de Antequera como sucesor al trono que Martín I el Humano dejó vacante al morir, en detrimento del candidato Jaime II de Urgell. La negativa de una parte de la nobleza catalana a aceptar este veredicto es -si rascamos, rascamos- la razón profunda de este sentimiento secesionista que traspasa los siglos.

Resulta chocante que la historia de Cataluña de los últimos siglos venga determinada por la oposición de una parte de las élites, y de la población que las apoya, a la celebración de dos matrimonios dinásticos que nos abrían nuevos horizontes y al pacto al cual llegaron los reinos de la Corona de Aragón para escoger un nuevo monarca y enfocar, de este modo, la futura alianza con Castilla. Esto quiere decir que hay entre nosotros un arraigado espíritu negacionista, totalmente prepolítico, anclado en el pozo de la historia y que reniega tercamente de la realidad.

Desde el siglo XVII hay una voluntad explícita de romper la herencia que nos dejó el matrimonio de los Reyes Católicos. Pero esta pulsión secesionista ha sido, objetivamente, un desastre. En buena parte, por la pésima visión geopolítica de los líderes independentistas de cada momento. La Guerra de los Segadores, con la decisión de Pau Claris de buscar el apoyo del rey francés Luis XIII de Borbón (!) para combatir la monarquía hispánica de los Austria (!), acabó con la dolorosa pérdida de los territorios de la Cataluña Norte.

Pocos años después, durante la Guerra de Sucesión, la parte mayoritaria de las élites catalanas se volvió a equivocar totalmente. En esta ocasión, jugó la carta de los Austria, en vez de la de los Borbón, y, al no querer rendirse (“¡Donec perficiam!”) se pagó con una cruel derrota y represión.

Durante la II República, Josep Dencàs y los hermanos Badia buscaron el apoyo del régimen fascista de Benito Mussolini. Y del exilio catalán en Francia salieron emisarios hacia Berlín para pactar la independencia de Cataluña bajo la bota del III Reich. Este desiderátum ha culminado con la filtración de las gestiones que hizo Víctor Terradellas en Moscú para obtener el apoyo del Kremlin a la DUI del año 2017.

No es que los independentistas elijan mal a sus compañeros de viaje. Lo que es un error sideral es este viaje al mundo feudal perdido del siglo XII, que algunos repiten una vez y otra, siglo tras siglo.

Cataluña tiene que superar, de una vez por todas, esta fase prepolítica y construir el futuro a partir de la realidad que tenemos (y que los independentistas quieren destruir): somos una región de la Unión Europea que forma parte del Estado español, una democracia parlamentaria constitucional, homologable, reconocida y aceptada por todas las instituciones internacionales.

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