Santa Jordina

Érase una vez en un diario que ya no existe que en cada Santa Jordina se seguía el mismo ritual: a media mañana llegaban unos cubos llenos de rosas y un montón de libros gentileza de editoriales amigas que las secretarias de dirección preparaban para que se repartieran a los redactores. Las mujeres recibían del director de turno una rosa y los hombres un libro, y todo el mundo lo veía muy normal. Hasta que esta fiesta tan nuestra coincidió con un día mío especialmente feminazi y Vicent Sanchis acabó pagando los platos rotos. Se acercaba con cara de tonto –todos los hombres ponen la misma cara cuando van con la puñetera rosa en la mano- sin saber que yo le esperaba con los colmillos afilados y en el momento en que me alargó la florecilla le solté que yo también sabía leer y que si no había libro, la rosa ya se la podía quedar.

Después de unos segundos de tensión en la redacción –hacía poco que era el director y, como valenciano fallero de rancio abolengo que es, nos trataba a todos a gritos y soltaba improperios tabernarios como un pirata- le hizo gracia la salida y me regaló las dos cosas. A partir de ese momento, la fiesta del amor machista lo fue un poco menos porque todos –fuéramos carne o pescado o un poco de todo o nada de nada o todo a la vez- recibíamos la rosa, que se secaba rápido en los jarros improvisados hechos con botellas de plástico, y el libro, casi siempre obra de un aburrido autor del régimen pujolista. Todavía tenía que llover mucho para que llegase la Khaleesi montada en un dragón repartiendo estopa, pero fue un comienzo.

La fiesta de San Jordi también es la de Santa Jordina aunque no lo parezca. Nos habían explicado tantas veces que un hombre había matado al dragón que todos ponían a sus hijos Jordi de nombre, pero pocos se aventuraban a poner Jordina a las hijas porque nadie imaginaba que una chica virgen y pura fuera capaz de matar a una hormiga. Los más osados probaban con Georgina, pero el éxito de la empresa siempre dependía del humor del funcionario franquista de turno del registro. En nuestro caso, el mal bicho se negó a inscribir el nombre de mi hermano: si se quería llamar Oriol también se tenía que llamar José. Por culpa de aquel cretino mi hermano tiene un nombre compuesto de un santo que solo utilizamos para sacarle de quicio.

No soy de celebrar ni santos ni santas –más bien soy de las que los imagina en barbacoas populares- y con el paso de los años, pero sobre todo a raíz de mi delirante incursión efímera en el mundo editorial y del correspondiente trauma que arrastro desde el 2015, intento ignorar el 23 de abril. Lo hago porque esta fiesta se ha convertido en un reclamo comercial vergonzoso. Y no solo por el espectáculo mediático de dudoso gusto literario, sino porque la venta de rosas esconde un lucrativo negocio que se nutre de la explotación de mujeres y niños del tercer mundo, y de prácticas poco sostenibles desde el punto de vista ecológico por el uso de pesticidas y el consumo de agua. Además, libros interesantes los hay todo el año y si una ha de esperarse hasta hoy para comprar uno es que la humanidad no tiene salvación posible.

Sin embargo, si hoy escribo de la fiesta de marras es para rendir homenaje a todas las Jordinas, sean santas o brujas o putas o malas pécoras. Porque cada día somos más mujeres las que matamos dragones sin armadura ni lanza ni caballo. Lo hacemos cuando nos enfrentamos a un marido violento, cuando reivindicamos paridad salarial, cuando reclamamos nuestro derecho a abortar y a querer como queramos, cuando denunciamos las violaciones y los tratos discriminatorios en todos los ámbitos sociales, cuando combatimos los tabús de la menstruación y la menopausia, cuando presumimos de hormonas alteradas, pechos caídos y sobacos peludos, y celebramos la belleza de nuestro cuerpo que, sorprendentemente, no deja de expandirse en todas direcciones como el universo a partir de los 50.

Y puestos a hablar de libros escritos por mujeres, recordar que hay vida más allá de la plumífera churrera Pilar Rahola y recomendar la lectura de La chica de la Leica, de Helena Janeczek por su original forma de acercarnos a la intensa pero breve vida de Gerda Taro

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